El País Martes,
25.11.03
COLUMNA
El mayor pecado de Shevardnadze ha sido perder la amistad de
Moscú y Washington
Algunos momentos históricos confieren a sus protagonistas,
voluntarios o no, un aura de grandeza que a la postre demuestra haber sido poco
merecido o al menos extremadamente efímero. Son líderes que brillan
intensamente en una crisis y muy pronto se comprueba que el fulgor no era
propio y se apagan en la mediocridad. Aunque hoy muchos jueguen con la
tentación, habría que ser extremadamente injusto para explicar en estos
términos el tristísimo final político de Eduard Shevardnadze, ya ex presidente
de Georgia, que fuera el ministro de Asuntos Exteriores que ayudó a explicar y
encauzar en el mundo hechos consumados como la disolución del Pacto de
Varsovia, el hundimiento del comunismo y la disolución de la Unión Soviética.
Shevardnadze se ha ido para evitar un baño de sangre que era inminente en
Georgia. Eso le honra tanto como haber participado en evitar que se produjera
en Europa central en los años ochenta y en Rusia poco después.
Hoy ya casi hemos olvidado que la tragedia armada y el
horror estuvieron muy cerca en el seno del imperio soviético cuando éste
agonizaba, y que sus principales campos de batalla y muerte habrían sido
Estados que, en una evolución que entonces sólo un demente habría vaticinado,
dentro de pocos meses serán miembros plenos de la Unión Europea. Que hubiera
tan pocos muertos en Estonia, Letonia y Lituania, en Polonia, Alemania Oriental
o Checoslovaquia, lo debemos en muy gran parte a hombres como Shevardnadze,
surgidos de un pueblo en el que la violencia ha sido identidad desde el
principio de los tiempos, y formados en un régimen que idolatraba esta
violencia en la defensa de su supremacía total hasta el final de los mismos. De
ahí que para explicar las actitudes de gentes como Shevardnadze o Mijaíl
Gorbachov no sea suficiente alegar al pragmatismo, a la necesidad o a la fuerza
y evidencia de los hechos. Hay en el fondo de sus conductas ese factor humano
que los totalitarismos del siglo pasado, el nazismo y el comunismo, intentaron
por todos los medios extirpar en sus huestes. Fracasando en el intento.
Probablemente, algunos de estos hombres de generaciones nacidas bajo Stalin tienen
dicho factor humano más activo que algunos nuevos yuppies occidentalizadores
con fruición, cuyo máximo mérito sea, de momento, haber nacido más tarde.
Mijaíl Saakashvili, el jovencísimo líder de la oposición que
ha derribado a su mentor y padre político en Tbilisi, ha estudiado en
Estrasburgo y en la Universidad de Columbia, pero aún habrá de demostrar su
propio factor humano cuando tenga que mostrar autoridad frente a las
luchas cainitas, mafiosas y tribales georgianas, influidas por todas las que se
dirimen en el Cáucaso -Chechenia incluida- y por las maniobras de Moscú y
Washington para el reparto del poder y de la fiesta del petróleo que se anuncia
en la región. Georgia no es el campus de la Columbia University.
Shevardnadze no ha podido, por su propia escuela, por su
esencia de homosovieticus, acabar con la corrupción económica ni los
abusos de poder del aparato estatal. Pero su mayor pecado ha sido perder la
amistad de Moscú, a quien no se ha querido doblegar, y la de Washington, que ve
en Saakashvili un hombre de los suyos. Shevardnadze era un hombre de tiempos
pasados. Su previsible sucesor exhala modernidad, ambición y agresividad. Habrá
que ver si al final de su carrera se recuerda tanto su factor humano como el de
su antecesor.
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