El País Martes,
21.10.03
COLUMNA
¿Qué tienen en común Bolivia -ese paradigma de Estado
inviable, cubierto de lodo, óxido de cobre, fosas comunes y cocaleros
analfabetos- y California, Estado bendecido, meca del cine, del éxito, del
dinero y del glamour? Varias cosas, se dirá. Son la coca, la alegría
y la rabia con que se usan las armas, la violencia, el robo y la corrupción. De
un par de semanas a esta parte les une además una especial forma de deshacerse
de sus mandatarios electos cuando aún no han cumplido la cuarta parte de su
mandato. Por supuesto que en Sacramento el gobernador Davis ha sido derrocado
con más elegancia que en La Paz el presidente de la República boliviana,
Gonzalo Sánchez de Lozada.
Nadie cuestiona culpabilidades aquí. Si a Davis lo llamaban
incompetente hasta en los sermones de las iglesias californianas,
sorprendentemente ecuménicas en el caso que nos ocupa, al presidente boliviano
un clamor popular -aun más convincente, indígena- lo había convertido en el
peor rufián de la historia de aquel país andino que, de no ser por los
explotadores, españoles o yanquis, habría sido un país alpino, y Oruro habría
sido Davos y Cochabamba Zúrich, y los mil y pico dólares per cápita serían,
¿por qué no?, 36.000 dólares por alma y año. Sin duda.
Lo único claro es que bolivianos y californianos han logrado
deshacerse de sus líderes recientemente electos. Y que la inmensa mayoría se
antoja feliz por el resultado. Hubo un momento en España durante la pasada
primavera en que ciertos dirigentes, entusiasmados por la movilización en la
calle en contra de la participación española en la guerra de Irak, creyeron por
un momento ser capaces de utilizar la vía boliviana para acabar con la
legislatura. Las calles se poblaron de banderas de un Estado ya no existente
cuyo retorno parecía reclamarse. Los dirigentes electos fueron insultados como
asesinos y emuladores de Hitler o Mussolini o Goebbels. Y en el Parlamento se
exigió transfuguismo generalizado -¡ese denostado fenómeno poco después!- en
una votación secreta que debía acabar con la mayoría gubernamental. Ahora, aquí
algunos comparan prácticas fascistas y no sólo fascistas de 1936 (rotura de
urnas) con otras que son meras acusaciones que la realidad o la incompetencia
no han dejado demostrar. Pero se insiste en lo que hoy, sin pruebas, no es más
que calumnia. Y se practica retórica bolivariana en los mítines electorales
tanto como en La Paz o Caracas.
En unas ciudades supuestamente aún más limpias como Zúrich o
Ginebra, ya se habla, después del éxito de Christoph Blocher, un millonario que
finge indignarse con los problemas cotidianos de los suizos, de que podría
cambiarse el régimen tradicional de Gobierno que impone el consenso a un
Gabinete de todas las fuerzas con presencia electoral. Quieren algunos cambiar
las reglas para mejor. ¿Para mejorar quiénes? Muy cerca, en Italia, Silvio
Berlusconi ya ha cambiado tantas reglas del juego que nada parece impedirle
ganar siempre al margen de la razón y el apoyo que le asista por parte de las
gentes o las leyes.
En el País Vasco, España, Europa, un jefe de Gobierno se
alegra de las proclamas guerracivilistas del sur de Madrid para reafirmarse en
su ambición de crear un Estado indigenista a la imagen del soñado por los sindicalistas
bolivianos, en el que todos los traidores o tibios en su entusiasmo han de
huir, si no a Miami, sí a Alicante o Madrid si no quieren morir o vivir en
miserable existencia de vasallos. En Israel prosigue la caza mutua entre
sicarios de dos amos de la guerra, y en la mayor democracia del mundo
desaparecen detenidos en las jaulas de Guantánamo. Desaparece por todas partes
la retórica de la comprensión y de la compasión y la defensa, ya serena, ya
indignada, del derecho y de la verdad. Si en EE UU desaparecen convictos, en
Madrid son celebrados por quienes quieren gobernar y en Vitoria por quienes
gobiernan. Así las cosas, bienvenida la reedición que ahora publica Taurus en
Madrid del libro de Giovanni Sartori ¿Qué es la democracia? Desde aquí se ruega encarecidamente su lectura. Quizás nos pueda salvar aún de males
mayores.
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