El País Miércoles,
19.11.03
COLUMNA
"El nacionalsocialismo, a pesar de que nos cueste
aceptarlo, es una obra del hombre y (...), como tal, debe ser analizada sin
echar mano de instancias sobrenaturales". Rafael Argullol, en un breve y
bello prólogo del Diccionario crítico de mitos y símbolos del
nazismo, de Rosa Sala Rose (Acantilado), rebate así
todo el mito sobre lo demoniaco y supuestamente inhumano que pueda haber en el
nazismo y todas las actitudes políticas, llámense ideologías, que surgen del
rechazo en busca angustiosa de la identidad y la certeza, y acaban en la
liquidación del otro rechazado para buscar certeza en uno mismo como
pueblo o individuo. Querer mejorar el mundo por medio del exterminio de aquello
que se considera lo entorpece o empeora es una actitud extremadamente humana.
Y moderna, porque sólo en la modernidad se ha podido
concebir la liquidación en masa, en cadena industrial, de aquéllos a los que
consideramos nocivos o amenazantes para los nuestros. Uno de los grandes
pensadores sobre el nazismo, Zygmunt Bauman, calificó el Holocausto como un
"fenómeno de la modernidad", en ningún caso un brote de barbarismo.
Así fue y así es. La industria del crimen inventada para el Holocausto no tiene
parangón en la historia de la humanidad, y cualquiera que busque ignora, con
voluntad o sin ella, la esencia de esa hora estelar del hombre racional asesino
que nos deparó el siglo XX.
Hay quienes parecen hoy de nuevo pensar que es una casualidad
el hecho de que los millones de seres humanos que murieron convertidos en humo
o lodo en el Holocausto eran judíos. Mal pensado. Porque la historia europea
está llena de claves, desde los pogromos de Francfort en el medievo a los de
Rusia en el siglo XIX, pasando por la España católica triunfal y, recuerden,
también Inglaterra, que señalaban a los judíos como el cuerpo extraño a
extirpar del suelo europeo. Y es la historia europea la que hoy alimenta ese
antisemitismo que durante un tiempo calló por pudor en el regazo que lo generó
y hoy celebra gozoso poder refugiarse tras un muy comprensible rechazo a la
deplorable política de tierra quemada y odio sistemático de un régimen en la
remota tierra de Israel. Su mayor potencia no está hoy en tierras europeas. Ha
sido exportada con gran éxito. A tierras árabes, asiáticas y latinoamericanas.
Pero aquí mama de su buena y mala conciencia.
Sólo hay un país en Europa, que es la pequeña Bulgaria, que
tuvo una sociedad que se levantó realmente en contra de la aniquilación
de sus judíos durante el pogromo global desatado en un principio por
las leyes raciales de Núremberg y después por la conferencia de Wannsee. Los
demás, unos con más entusiasmo que otros, participaron en aquel inmenso
aquelarre de sangre. Cuando Hitler comenzó a matar judíos, los rusos y
ucranianos ya lo tenían por costumbre, los rumanos y los húngaros lo esperaban
con ansiedad, y los franceses dejaron hacer. Alemania creó la industria de la
muerte, pero casi todos los demás se peleaban por administrar materia prima.
A nadie debe, por tanto, sorprender el inmenso recelo hacia
Europa que existe en Israel y el fácil uso que un Gobierno como el de Ariel
Sharon puede hacer del mismo para movilizar a su opinión pública contra las
críticas hacia su imperdonable, irresponsable y cuasi suicida conducta en
Palestina. La arrogancia europea, con su petulante superioridad moral a la hora
de juzgar y valorar acontecimientos fuera de su territorio, indigna a quienes
no viven en el jardín de bienestar y -eso sí, ya supuesta- seguridad de este
continente tan bien tratado en los últimos 60 años a partir de aquella
hecatombe en la que fueron precisamente los judíos las víctimas principales.
El nacionalsocialismo y la idea de exterminar a los judíos
no son producto islamista ni árabe, ni de ningún religioso campesino del
desierto y la miseria. Surgen entre nosotros en bellas capitales, con Nicolás
II en Moscú y Karl Lueger en Viena. Por eso, Europa no puede aplaudir timorata
a Israel como presbiterianos de EE UU. Pero debe saber que su alma depende
mucho de que Israel sobreviva a sus propios errores y miedos. Porque es parte
nuestra.
Una judía llora sobre el ataúd de una víctima del atentado
de Estambul. REUTERS
No hay comentarios:
Publicar un comentario