El País, Martes,
11.11.03
COLUMNA
Joachim Fest, periodista, historiador y hombre de sabiduría
sobre las relaciones humanas, las miserias europeas y el poder, llega esta
semana a España para recordarnos una de las mayores tragedias humanas y de
civilización habidas en la historia. Fest ha escrito El hundimiento,
Hitler y el final del Tercer Reich, publicado por Galaxia Gutenberg, un
protocolo del horror y la impotencia del Berlín de la primavera de 1945. El régimen
más criminal sucumbía y su máximo pontífice, Adolfo Hitler, anunciaba, días
antes de dimitir de la vida en su búnker y dejar su país postrado en la
miseria, que "nos hundiremos pero nos llevaremos al mundo por
delante". Se equivocaron, y no sólo las palomas, que se enfrentaban a la
muerte con un entusiasmo ridículo en la autoinmolación juvenil, defendiendo
patéticas avenidas berlinesas ya en ruinas ante la maquina del odio efectivo
del mariscal soviético, Shukov. También el gavilán se equivocaba. Tontos todos
en la espiral orgiástica de violencia, violación y muerte, unos se creían los
eternos y definitivos vencedores, y los demás, wagnerianos perdedores
seguros de dejar algo de dignidad a cambio de sus vidas y despojos. Si Hitler y
Goebbels se zambullían en el lodo de la propia miseria y el fracaso gozoso,
Laurencio Beria, el señor Yagoda y gospodin Yasov se entusiasmaban
con sus supuestos éxitos en la carrera por enterrar a más enemigos de sus
fuentes inagotables.
Hoy, de nuevo, en campos de batalla de aquellas guerras de
horror, no son pocos los que se ridiculizan a sí mismos con lanzas enhiestas en
favor de nuevas tragedias para mayor gloria propia y desprecio de los
sufrimientos ajenos. En Georgia, Shevardnadze parece realmente creer estos días
en la misma obscenidad en que reflexionaba Lavrenti Beria sobre la superioridad
indefinida de la mentira y se reconvoca, nuestro gorbachoviano favorito, como
triunfador en unas elecciones en las que nadie puede creerle sino como gran
estafador. En Chechenia, Vladímir Putin mata a sus anchas, encantado con la
comprensión que se le ofrece desde el exterior, y presume después de haber sido
acariciado por tan semejante catadura a la suya como es la de Silvio
Berlusconi, presidente hoy, nadie lo olvide, de nuestra digna Unión Europea.
El presidente Lukashenko en Bielorrusia asesina mucho más de
lo que advierte, amenaza y habla para llevar a buen término una travesía hacia
la nada y hacia el miedo, seguro como los supervivientes de la Wilhelmstrasse
en Berlín -de los que tanto y tan bien habla Joachim Fest-, de que quien mata
hasta el final es el que mejor lo hace. Las manifestaciones en Minsk, los
muertos y los desaparecidos, son minúsculo pie de página en nuestras
informaciones sobre el mundo. Mueren gentes en patios interiores, víctimas de
palizas y tiros en la nuca, pero poco nos inoportuna esto como poco nos irritó
en su día que los polacos mejores se sumieran en las fosas de Katyn, que las
élites de una nación fueran inyectadas al lodo.
En Rusia, Vladímir Putin persigue a antiguos cómplices con
nombre judío y ganas de buscarle una serie de vueltas a él, ese personaje
supuestamente magnífico con ojos de rodaballo que pasea los honores del Kremlin
por todos los confines del mundo civilizado. En Azerbaiyán nos regocijamos con
una nueva república hereditaria con el júnior de sátrapa admitido, Geidar
Aliev, convencidos de que las miserias más o menos pergeñadas o admitidas son
menor disgusto que las reales. Al fin y al cabo, habremos de vivir con todas
ellas. El nation building, la creación de Estados viables en esos
confines de la Europa oriental tan lejana, con seres como Aliev, padre e hijo,
con nuestro muy buen Shevardnadze, con el nada criptobolchevique Lukashenko o
similares, no es ya un desafío a la buena fe. Es una empresa improbable e
inverosímil si siguen imperando personajes que sólo han bebido de la bota
intelectual que tan genial y profusamente nos describe Donald Rayfield en su
insuperable libro Stalin y los verdugos (Taurus 2003), un
enciclopédico relato sobre la depravación. Pero como nada importa y son muchos
los que se entusiasman con el maoísmo boliviano, el castrismo venezolano y el
bolchevismo cubano, las tonterías argentinas y los absurdos latinoamericanos en
común, no hay razón para alarmarse con unas regiones euroasiáticas que cada vez
se parecen más a los monstruos que nos devoraron a una población inocente que
además se consideraba nuestra. Triste conquista de voluntades la nuestra.
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