Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
17.05.03
TRIBUNA
El secretario de Estado norteamericano Colin Powell, la cara
amable del Gobierno del presidente George W. Bush, ha visitado Alemania. Lo que
durante medio siglo apenas ha sido noticia ahora es un acontecimiento
extraordinario. Hacía seis meses que no acudía a Berlín ningún miembro de
cierto rango de la Administración norteamericana. También hace medio año que
Bush no habla ni por teléfono con Gerhard Schröder, el jefe del Gobierno del
que fuera el principal y más leal aliado de EE UU en Europa continental. La
coalición del SPD y Los Verdes confiaba en que Powell pusiera fin a la era
glacial en las relaciones con Washington. Craso error.
Desde ayer está muy claro que los intentos de Berlín y de
París de pasar rápidamente página y olvidar su enfrentamiento con Washington,
que tanta popularidad efímera les dio antes y durante la guerra de Irak, están
de momento condenados al fracaso. Powell ha dejado claro que son los alemanes
los que tienen que recomponer los platos rotos. Y Bush, en Washington, no ha
podido resistir la tentación de darle una sonada bofetada política a Schröder
al sumarse por sorpresa a un encuentro del vicepresidente, Dick Cheney, con
Roland Koch, presidente del Estado federado de Hesse y hombre fuerte de la
oposición democristiana alemana. En Berlín se entendió el gesto como lo que
quería Bush que fuera, un gesto de desdén hacia Schröder.
Los daños a estas relaciones son más profundos de lo que
algunos han querido creer. Comenzaron con los alardes electorales de populismo
antiamericano de un Gobierno alemán que se veía derrotado en los comicios de
septiembre pasado y culminaron en el autosatisfecho seguidismo de Berlín a la
política de París en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. En la
conmemoración del Tratado de Versalles, primero, y en Bruselas y Nueva York,
después, Schröder y Chirac decidieron erigirse no ya en tándem de aliados
díscolos sino en contrapoder con vocación obstruccionista a toda política de
Washington respecto a Irak. En medio de la oleada de hostilidad hacia
Washington que movilizó a media Europa, Berlín y París se creyeron tan
arropados y jaleados que consideraron conveniente otra afrenta transatlántica y
un menosprecio a los demás miembros de la OTAN con su patética cumbre reciente
para la creación de una alianza militar europea sin otros aliados que Bélgica y
Luxemburgo.
Ayer como muy tarde, Berlín y París han tenido que
comprender que sus intentos de erigirse en líderes de un supuesto contrapoder
europeo a Washington no sólo han fracasado, sino que tienen un alto costo para
ambos. Moscú, su supuesto aliado en ese eje contra el unilateralismo, ya se ha
reconciliado con Washington. La mayoría de los miembros europeos de la OTAN han
criticado su política. Y ahora les toca hacer esfuerzos a ellos para no
quedarse totalmente aislados con la única y poco reconfortante compañía de
Bélgica y Luxemburgo. Schröder se ha mostrado de repente dispuesto a ampliar su
presencia militar en Afganistán cuando hace semanas quería liquidarla lo antes
posible. Francia siente un repentino impulso de enviar tropas a Irak. Ambos se
declaran ahora dispuestos a favorecer una resolución para el inmediato
levantamiento de las sanciones a Irak tal como desea Washington.
Todo ello ocurre cuando la luna de miel con su electorado
pacifista o antiamericano toca a su fin. Alemania se hunde en la recesión y el
déficit. En Francia las manifestaciones ya no celebran a Chirac como adalid
europeo, sino que lo tachan por querer liquidar las pensiones. Los británicos
cultivan aquel viejo dicho, mitad serio mitad guasa, que anunciaba densa niebla
sobre el canal de la Mancha y sentenciaba, que debido a ello, "el
continente se halla aislado". Las dos potencias europeas han creído, entre
tanta niebla, que eran los demás los aislados. Ahora son ellos los condenados
al esfuerzo de disipar la niebla generada y recuperar la confianza de
Washington y de sus aliados europeos, imprescindible para la Unión Europea,
para la OTAN y para la seguridad común.
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