Por HERMANN TERTSCH
El País Martes,
17.06.03
COLUMNA
Avenida de Stalin en Berlín Oriental, primera hora de la
mañana, 17 de junio de 1953. Hoy hace medio siglo. Todo comenzó con unos gritos
de "Ya está bien" o "Basta ya" y "No somos esclavos".
Terminó un par de días más tarde con un número indeterminado de muertos, miles
de detenidos y un largo silencio que se prolongaría hasta el año 1989. Se
cumple el 50º aniversario del levantamiento obrero de Alemania Oriental contra
el estalinismo, precursor de otras revueltas que desafiaron en Polonia,
Hungría, Checoslovaquia y después en toda Europa central y oriental a unos
regímenes injustos y brutalmente inhumanos. En Occidente, donde no se sufrían
sus atropellos, tanto los Gobiernos democráticos como las opiniones públicas
tendían a trivializar aquellas tragedias.
Excesos de pragmatismo, elusión de conflictos o pacifismo
crudo no han sido, tantas veces, sino colaboración con los enemigos de las
libertades. Los alemanes empezaron protestando contra unos objetivos laborales
impuestos por el régimen que eran insoportables. Pero acabaron muriendo con la
convicción de que no lo hacían contra una medida laboral, sino contra conceptos
totalizadores de la vida.
Las protestas occidentales fueron escasas. Quienes
protestaban eran pronto los culpables de todo aquel desagradable conflicto,
tanto en los medios bolcheviques del Este como en los liberales de Occidente.
Quienes atacaban a los regímenes sometidos a la URSS eran tachados de
anticomunistas fanáticos, cuando no de nostálgicos del Tercer Reich en
Alemania, del fascismo en Italia o de ese colaboracionismo que tantas veces
actuó con enorme efectividad. Es curioso, recordaba ahora Robert Leicht en el
semanario Die Zeit, lo fácil que fue para la Alemania unificada
cambiar el Día Nacional en el calendario. El 17 de junio generaba mala
conciencia por doquier, mientras el 3 de octubre, día de la unificación, no
exigía nada a la memoria autocrítica y era fecha común de autocomplacencia.
El 17 de junio alemán reclamó para los hijos de un régimen
criminal su derecho a tener una vida propia, su libertad para luchar por una
dignidad que la historia había negado a sus padres, tanto víctimas como
verdugos. Habrían de pasar tres décadas para que los polacos triunfaran en este
empeño y lograran, primero solos, después con todo un mar de voluntades
vecinas, aupándolos hacia la victoria, esa confirmación de las palabras de Juan
Pablo II en su primera visita como Pontífice a Varsovia: ¡No os resignéis! No
era un consejo. Era una orden, y fue acatada. A partir de entonces no se
resignaron ni polacos, ni checos, ni húngaros ni albaneses. Decenas de pueblos
en el mundo, no sólo en Europa, escucharon aquel mensaje de lucha a favor de
unos valores objetivamente más generosos, más solidarios y más humanos. También
más valientes. Son muchos los que hoy quieren convencernos de que el 17 de
junio en Berlín, 1956 en Budapest, 1968 en Praga o 1989 en todo el continente
europeo no eran sino nuevos llamamientos irrisorios a favor de una de las
opciones posibles y siempre equiparables y que Sadam es igual que Jefferson,
Bush como Hitler, Blair igual que Kim Song Il, Aznar igual que Franco, Castro y
Chávez males menores y las alianzas con asesinos en Navarra o Euskadi meros
problemas de procedimiento y alianzas multicolor. No es así, y todos los
muertos que, sólo en este Viejo Continente hemos sufrido desde aquel 17 de
junio, nos debieran recordar que existen enemigos que quieren acabar con todo
un sistema de vida que nos ha hecho más ricos y polifacéticos, más humanos y
mejores entre nosotros. Gracias precisamente a las diferencias, pero también a
la voluntad de cohesión de sentimientos y sueños. Pero que, cuando somos tan
mansos como para abrazar al enemigo de todo lo que nos caracteriza como hombres
libres, nuestra vida merecedora de ser vivida (unser lebenswertes Leben) puede
estar al principio de su fin. Y que muchos tendrán o querrán morir para
recuperar para sus hijos este friso magnífico que la humanidad ha logrado
tallar en libertad en una alianza de pensamiento de Europa con América. De ahí
la importancia de aquel 17 de junio.
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