Por HERMANN TERTSCH
El País Viernes,
11.04.03
GUERRA EN IRAK
Las sospechas de los compañeros del cámara José Couso no son
disparatadas. Tres ataques seguidos en pocas horas, a tres edificios que
albergaban a periodistas en Bagdad -la sede de Al Yazira, la televisión de Abu
Dhabi y el hotel Palestina- exigen una explicación y no un mero lamento por
parte norteamericana. Aunque todo resultado de una hipotética investigación
interna será recibida con escepticismo, cuando no cinismo, por gran parte de la
opinión pública, una indagación sobre estos trágicos hechos supondría un gesto
que podría paliar la amargura generada por las primeras reacciones de
indiferencia por parte de EE UU.
Dicho esto, hablemos de Julio Anguita Parrado y José Couso,
de sus circunstancias personales y profesionales y de las reacciones del
periodismo y sus empresas ante su muerte. Porque la irracionalidad y la
fanatización de los adalides de la moralidad suprema del pacifismo han
alcanzado unas cotas que amenazan con hacernos perder el norte a todos. Los
corresponsales de guerra son los únicos testigos en una batalla que están allí
por voluntad propia. Asumen el riesgo de morir. La población y los combatientes
no tienen opción. Los periodistas, sí. Al menos así era.
Pero las dos muertes que tanto nos han dolido nos demuestran
que ya no es exactamente así. Hay periodistas que están en la guerra porque
temen menos a las bombas que a la precariedad laboral a la que han sido
condenados. Son periodistas sin contrato fijo a los que sus directores los
mandan a la guerra sin un miserable seguro y obligándoles a pagar de sus
bolsillos el equipo mínimo de seguridad. Son periodistas que se juegan la vida
no ya por esa vocación de informar, curiosidad y emoción por estar allá donde
se hace historia, que nadie les niega, sino por arañar unos titulares e
historias que les permitan mejorar su angustiosa situación laboral y su
dignidad, zarandeada por contratos basura, subcontratas y desprecios.
Los periodistas que cubren la información del Congreso le
hicieron el miércoles un plante al presidente del Gobierno. A algunos fuera de
allí les encantó el desplante que tanto les sirve en su disparatada carrera de
agresión a las instituciones. Vale incluso fagocitar cadáveres. Primero habría
que preguntarse por qué unos profesionales enviados al Congreso a cubrir un
acto se niegan a hacerlo y roban a su empresa y a su público una información
por las que unos les pagan y otros pagan usuarios de los medios. Segundo, hay
que interrogarse por qué no han hecho un plante a sus empresas, cuando muchos
de ellos están en la misma situación que Julio y José.
José se fue a la guerra porque no tenía opción. No quería
volver nunca. Murió, salvo que sus compañeros lo desmientan, sin dejar
testimonio de las miserias de la profesión. Julio sin embargo era testigo
directo, aunque desde su atalaya neoyorquina, del obsceno rapto y
comercialización de que fue objeto otro Julio, éste apellidado Fuentes, con su
cadáver, su muerte y su biografía utilizados durante semanas para mayor gloria
de quien no era precisamente su amigo y para la mitificación barata de la
supuesta tribu. Julio pidió que quien le despreció y maltrató en vida "no
se apunte medallas" en su funeral. Quizá su muerte sirva para que los
periodistas acaben plantándose ante quienes deben, ante quien le obligó a Julio
a comprarse el chaleco antibalas con su dinero, lo que le impidió tener uno que
le hubiera permitido cumplir los requisitos de seguridad que se exigía para
sumarse al convoy que partió para Bagdad y abandonar el campamento donde murió.
Las muertes de periodistas conmueven al gremio más que los goteos de muertes de
albañiles. Es lógico. Pero el dolor y la emoción no deberían impedirnos ver
quiénes instrumentalizan a los muertos para atacar a las instituciones o, quizá
peor, para erigirse en el héroe por delegación del difunto y pasearse de
televisión en televisión, de radio en radio, con la llantina puesta. Julio y
Jesús han muerto. Los hemos llorado y los recordaremos. Pero algunos compungidos
por ahí deberían dedicar sus lloros a sí mismos.
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