viernes, 2 de febrero de 2018

PERIODISTAS EN GUERRA

Por HERMANN TERTSCH
El País  Viernes, 11.04.03

GUERRA EN IRAK

Las sospechas de los compañeros del cámara José Couso no son disparatadas. Tres ataques seguidos en pocas horas, a tres edificios que albergaban a periodistas en Bagdad -la sede de Al Yazira, la televisión de Abu Dhabi y el hotel Palestina- exigen una explicación y no un mero lamento por parte norteamericana. Aunque todo resultado de una hipotética investigación interna será recibida con escepticismo, cuando no cinismo, por gran parte de la opinión pública, una indagación sobre estos trágicos hechos supondría un gesto que podría paliar la amargura generada por las primeras reacciones de indiferencia por parte de EE UU.
Dicho esto, hablemos de Julio Anguita Parrado y José Couso, de sus circunstancias personales y profesionales y de las reacciones del periodismo y sus empresas ante su muerte. Porque la irracionalidad y la fanatización de los adalides de la moralidad suprema del pacifismo han alcanzado unas cotas que amenazan con hacernos perder el norte a todos. Los corresponsales de guerra son los únicos testigos en una batalla que están allí por voluntad propia. Asumen el riesgo de morir. La población y los combatientes no tienen opción. Los periodistas, sí. Al menos así era.
Pero las dos muertes que tanto nos han dolido nos demuestran que ya no es exactamente así. Hay periodistas que están en la guerra porque temen menos a las bombas que a la precariedad laboral a la que han sido condenados. Son periodistas sin contrato fijo a los que sus directores los mandan a la guerra sin un miserable seguro y obligándoles a pagar de sus bolsillos el equipo mínimo de seguridad. Son periodistas que se juegan la vida no ya por esa vocación de informar, curiosidad y emoción por estar allá donde se hace historia, que nadie les niega, sino por arañar unos titulares e historias que les permitan mejorar su angustiosa situación laboral y su dignidad, zarandeada por contratos basura, subcontratas y desprecios.
Los periodistas que cubren la información del Congreso le hicieron el miércoles un plante al presidente del Gobierno. A algunos fuera de allí les encantó el desplante que tanto les sirve en su disparatada carrera de agresión a las instituciones. Vale incluso fagocitar cadáveres. Primero habría que preguntarse por qué unos profesionales enviados al Congreso a cubrir un acto se niegan a hacerlo y roban a su empresa y a su público una información por las que unos les pagan y otros pagan usuarios de los medios. Segundo, hay que interrogarse por qué no han hecho un plante a sus empresas, cuando muchos de ellos están en la misma situación que Julio y José.

José se fue a la guerra porque no tenía opción. No quería volver nunca. Murió, salvo que sus compañeros lo desmientan, sin dejar testimonio de las miserias de la profesión. Julio sin embargo era testigo directo, aunque desde su atalaya neoyorquina, del obsceno rapto y comercialización de que fue objeto otro Julio, éste apellidado Fuentes, con su cadáver, su muerte y su biografía utilizados durante semanas para mayor gloria de quien no era precisamente su amigo y para la mitificación barata de la supuesta tribu. Julio pidió que quien le despreció y maltrató en vida "no se apunte medallas" en su funeral. Quizá su muerte sirva para que los periodistas acaben plantándose ante quienes deben, ante quien le obligó a Julio a comprarse el chaleco antibalas con su dinero, lo que le impidió tener uno que le hubiera permitido cumplir los requisitos de seguridad que se exigía para sumarse al convoy que partió para Bagdad y abandonar el campamento donde murió. Las muertes de periodistas conmueven al gremio más que los goteos de muertes de albañiles. Es lógico. Pero el dolor y la emoción no deberían impedirnos ver quiénes instrumentalizan a los muertos para atacar a las instituciones o, quizá peor, para erigirse en el héroe por delegación del difunto y pasearse de televisión en televisión, de radio en radio, con la llantina puesta. Julio y Jesús han muerto. Los hemos llorado y los recordaremos. Pero algunos compungidos por ahí deberían dedicar sus lloros a sí mismos.

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