Por HERMANN TERTSCH
El País Martes,
15.07.03
COLUMNA
Hace muchos años, cuando la ONU no existía y la Liga de las
Naciones era ya difunta, cuando la inmensa mayoría de los que hoy viven no
estaban a este lado del espejo, cuenta el poeta checo Jaroslav Seifert, premio
Nobel de Literatura, en unas de las más conmovedoras memorias jamás escritas -Toda
la belleza del mundo-, su visión de lo que supuso la ocupación de Praga por los
nazis y especialmente la represión alemana tras el atentado que costó la vida,
el 27 de mayo de 1942, a Reinhardt Heydrich. "Nos parecía que los
manantiales se habían vuelto amargos y que los pozos habían perdido ese
maravilloso sabor de sus aguas. Hasta el canto de los pájaros se nos antojaba
más vacilante. Quizás ni lo oíamos. Detrás de la oscura ventana quedaba
acurrucada la vida". Días después de la muerte del asesino supremo en el
Protectorado y gran líder carismático en las SS de Heinrich Himler, el joven
Seifert y unos amigos oyeron por la radio una larga lista de ya ejecutados. Uno
de los primeros era su amigo Vladislav Vancura. Era una ejecución muy
calculada. Con él mataban simbólicamente a una generación de brillantes
intelectuales, condenaban un talante y dejaban claro el propio. Cuenta el gran
poeta que Vancura comenzó a aparecérsele en sueños. "Veía los gestos
familiares de sus manos, pero cuando quería dirigirme a él, se marchaba hacia
su oscuridad".
El sábado se celebró en una gran campa de Bosnia el entierro
de más de tres centenares de Vancuras que, como todos los demás ocho mil
ejecutados en Srebrenica en 1995, nos debieran venir constantemente a visitar a
los europeos. La mayor parte de aquellos ejecutados aún están en fosas comunes
o en bolsas sin identificar. Dice Seifert, recordando a Vancura: "No soy
muy riguroso cuando digo que los muertos vienen a nosotros. No es así. Eso es
un engaño que nos hacemos porque en realidad somos nosotros los que vamos hacia
ellos. Cada día estamos más cerca. Un día engrosaremos sus filas y entraremos
en los sueños de quienes dejamos atrás". Cierto, sin duda. Pero el acto de
visitar a los muertos por mucho que ellos nos visiten es en sí una ceremonia
que da vida a los vivos, dignifica a los que están y enaltece a los que se
fueron. Por eso, miles de viudas y huérfanos se reunieron en aquella campa el
pasado sábado a rezar, pero también a recordar y recordarnos a todos los demás
lo que allí pasó y por qué pasó. Un acto de purificación para todos y una
ceremonia de la advertencia para todos aquellos que desde el relativismo moral
y político creen poder sobrevivir dejando al prójimo a los pies de los caballos
de odio y metal.
Niños, hombres y ancianos -recuerden, ocho mil- murieron a
manos del ejército serbio en la mayor matanza en Europa desde la Segunda Guerra
Mundial. Por supuesto que Europa no hizo nada por evitarlo porque era incapaz
de hacerlo como lo sería hoy en similar situación. Y esa organización tan
coqueta y bondadosa que son las Naciones Unidas y que según algunos debe ser el
único garante de nuestra seguridad, presente con tropas holandesas en
Srebrenica, a la que había declarado "ciudad segura", fue la que
entregó ocho mil ejecutables al carnicero vestido de militar que era el general
Ratko Mladic y que sigue tan suelto, de momento, como Bin Laden, Sadam Husein y
José Ternera. Hace ocho años que murieron los ahora enterrados, pero por fin
sabemos quiénes eran. El sábado fueron a visitarlos los vivos al escenario de
su muerte.
Cuenta, en otras memorias memorables, Milovan Djilas,
partisano, político, disidente y siempre hombre valiente y libre, cómo los
ustachas croatas mataban en Foca en el verano de 1941 a los hijos de las
familias serbias importantes de la ciudad. Y cómo los chetniks serbios mataban
a los musulmanes doblados sobre tinajas para llenarlas de sangre. "Después
tiraban a los musulmanes encadenados y flotaban juntos río abajo",
recordaba Djilas. Y en Macedonia se ejecutaba a los prisioneros cociéndolos en
barriles de acero hasta que se sacaban los esqueletos limpios de carne. Eso
también es Europa. En 1941. También más tarde. A punto de entrar en el nuevo
milenio, volvíamos a lo mismo. Mladic alineaba a los musulmanes en el puente
sobre el Drina en Foca, los ejecutaba con un solo tiro y los volcaban sus
soldados con un mero empujón al río. Por el Drina y por el Una flotaban en los
años noventa los cadáveres como cuando Djilas luchaba en Yugoslavia y Vancura
moría en Praga y hacía sufrir a Seifert para que le brotara poesía.
Pero los europeos, nosotros, tan elegantes y sofisticados,
tan sensibles ante todo, seguíamos mirando a aquello que pasaba en Bosnia, que
somos nosotros, con la exquisita displicencia que nos da ese señorío que nos
otorgamos, vayan ustedes a saber por qué. Y llegó la caída de Srebrenica, una
ciudad cercana a Foca en Bosnia oriental, aislada durante meses, asediada por
los serbios y supuesto enclave protegido por la ONU, esa supuesta solución
beatífica a todos los problemas de seguridad del mundo. Entonces, como somos
todos muy pacifistas, las fuerzas holandesas con mandato de defender a la
población civil de Srebrenica, no desenfundaron ni una pistola. Ni siquiera
elevaron la voz ante aquellos bárbaros triunfantes que creían en lo que hacían.
No fuera el general Mladic a hacerlos a todos rehenes, dado lo poco impresionable
que siempre se había mostrado cuando los europeos o el Consejo de Seguridad le
regañaban a él o a su jefe Slobodan Milosevic. No estamos para líos. Mientras,
en Europa, las plañideras eran otras, esos intelectuales que decían que las
críticas a Milosevic por su supuesto trato rudo a los bosnios se debían a que
era un líder de izquierdas.
El Ejército serbio comenzó entonces a coger prisioneros a
todos aquellos varones que tuvieran vello en los genitales. Suele pasar a
partir de los catorce. Con mala suerte, antes. Y se llevaron a ocho mil y
trajeron excavadoras y se pusieron a disparar y a enterrar a aquellos europeos
en fosas. Durante días. Las mujeres partían de allí por el monte en una
procesión interminable, camino hacia Tuzla y Sarajevo, con su también incesante
letanía en los labios que eran llantos y rezos entrenzados con la queja y la
incomprensión gimiente ante tanta crueldad, tanto odio y también, o sobre todo,
tanta cobardía de aquellos que sistemáticamente lanzan al mundo sus
proclamaciones de superioridad moral.
Nuestro superhéroe europeo Jacques Chirac se enfadaba ya
entonces mucho, después, cuando todos eran ya conscientes de que los musulmanes
con vello en la entrepierna jamás retornarían de ese viaje con Mladic, que era
un viaje hacia la muerte para ellos y uno hacia la miseria e impotencia para
tantos otros. Y proclamaba estar indignado porque hay cosas que en Europa no se
hacen. Recordó a Múnich. Al acuerdo de Chamberlain y Daladier con Hitler en
1938. Pero no sabía que iba a ser prueba viva de que si Múnich para el Reino
Unido fue la excepción lamentable, para Francia es la regla luctuosa. Si
hubiera escuchado bien, tanto entonces como el pasado sábado, habría oído en la
letanía de las viudas y los huérfanos las imprecaciones de quienes sabían y
saben que se dio protección y cobertura efectiva a los asesinos de Srebrenica
por impotencia, por comodidad, por pereza mental y, es triste, por la miseria
intelectual a la hora de evaluar lo que se podía ganar y perder en la defensa
de unos principios que, tras Auschwitz, muchos creíamos que habían sido
declarados intocables por las democracias europeas.
Gracias a la Alianza Atlántica, no hemos tenido más
Srebrenicas entre el Adriático y el Cáucaso desde entonces. Se intervino por
decisión de Washington. Era la menos mala de las opciones. Y se intervino años
después en Kosovo cuando las pequeñas Srebrenicas se multiplicaban tanto como
la percepción de una insufrible impotencia europea ante la hemorragia generada
por el fascismo etnicista del Belgrado de Milosevic. La letanía de Srebrenica
tiene por ello un mensaje claro aparte del llamamiento al llanto de todos por
el dolor habido y no evitado, por todos esos Vancuras de todas las edades que
dejamos morir por desidia y que el poeta Seifert llora después de muerto. Si no
logramos pensar por fuera de nuestra cotidianeidad glotona y cómoda sin
historia ni memoria, sin duda morirán antes otros para visitarnos y gesticular
en nuestros sueños. Si no logramos creer lo suficiente en nuestra identidad
como seres libres y sociedades abiertas, seremos incapaces de frenar a quienes
saben muy bien ser enemigos con causa, y si nadie entre nosotros, ciudadanos
libres en la sociedad humana más próspera y piadosa jamás habida, es capaz y
está dispuesto a sacrificarse por ella, es probable que hayamos definitivamente
perdido el derecho a vivir en ella. Desde los bosques bosnios de Srebrenica
seguirá llegando mientras vivamos su letanía de amargura y advertencia contra
los horrores de guerra y el crimen, pero también de la destrucción de la
autoestima y de la quiebra de la dignidad.
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