El País Miércoles,
21.09.05
NECROLÓGICA
En 1945 unos oficiales norteamericanos que le habían ayudado
a salir -apenas podía andar- del recién liberado campo de Mauthausen le
recomendaron que se volviera "a su casa" en la remota Buczacz en
Galicia (hoy Ucrania) y que intentara rehacer su vida y olvidar la pesadilla de
los cuatro años de agónico viaje de un campo de exterminio nazi a otro. Se
negó. Toda su familia había sido exterminada, como lo había sido el mundo en el
que había nacido allá en 1908 en el centro de la geografía cultural del
judaísmo europeo oriental definitivamente convertido en humo.
Simon Wiesenthal, un joven arquitecto que había estudiado en
Praga y Lemberg (la ucraniana Lvov), sabía que allá no le "quedaba ni un
cementerio para llorar", como recordaría en sus memorias décadas más
tarde. Y se quedó muy cerca de Mauthausen, primero en Linz y después en Viena,
rodeado de una población que había sido fervorosamente nazi y que intentaba
imponer una ley del silencio que garantizara impunidad a los criminales y
evitara la mala conciencia a todos.
Nadie en aquellos duros años de las décadas de 1950 y 1960,
ya en plena guerra fría y con el telón de acero en el patio trasero, toleraba
bien por allí el recuerdo. Él convirtió la memoria en el lema de su vida y su
lucha contra la impunidad del crimen nazi en una de las grandes gestas
individuales de la segunda mitad del siglo XX.
Ya convertido en una leyenda como cazanazis, después de haber localizado a centenares de verdugos, grandes o medianos, carniceros
como el jefe de Treblinka Franz Stangl o asesinos de despacho como Eichmann
-después secuestrado por agentes israelíes en Argentina, juzgado y ejecutado en
Israel-, Wiesenthal siguió insistiendo siempre en que no se veía como un
vengador y se resistió con vehemencia a todo intento de culpabilización
colectiva de alemanes o austriacos.
En una vieja casa de lo que fue el antiguo barrio judío
vienés, frente al canal del Danubio y a un tiro de piedra del solar donde se
alzó hasta 1945 el cuartel general de la Gestapo que dirigió el terrible Alois
Kaltenbrunner, Wiesenthal recibía en un pequeño despacho repleto de ordenadores
y ficheros que sólo él entendía y encontraba.
En su trabajo era inmensamente meticuloso, consciente del
revés que suponía cada inexactitud o error porque sabía que tenía enfrente a
toda una batería de medios de comunicación dispuestos a difamarle, a grupos
revisionistas decididos a descalificarle y destruir su credibilidad y a una
sociedad siempre tendente a verle no como un defensor de la dignidad humana
sino como un agitador rencoroso y un ser vengativo insaciable.
Detestaba tanto a quienes intentaban ocultar crímenes y
culpas como a quienes desde el fanatismo o la superioridad moral de la
ignorancia vertían culpas colectivas o hacían acusaciones graves sin pruebas.
Volvió a demostrar su independencia cuando defendió al ex
secretario general de la ONU y candidato presidencial austriaco Kurt Waldheim
de las acusaciones de ser un criminal de guerra. Wiesenthal rechazó las
acusaciones vertidas por el Congreso Mundial Judío y dijo que había que
distinguir entre un oportunista ambicioso más o menos inmoral y despreciable y
un criminal de guerra. Los enemigos de los matices no le perdonaron aquella
intervención.
Si ya en Mauthausen había decidido apuntar y memorizar
nombres de verdugos, víctimas y circunstancias, en estos 60 años y a través del
centro que lleva su nombre y tiene hoy sedes en todo el mundo, Wiesenthal logró
recopilar y ordenar millones de datos en su permanente combate contra el
olvido. Nadie como él logró movilizar conciencias, voluntades y recursos para
esta ingente tarea y nunca dudó en entrar en polémica, decidido como siempre
estaba a que todas las infames campañas de desprestigio y difamación de las que
fue objeto tuvieran respuesta.
Fue muy doloroso para él su célebre enfrentamiento con el
gran socialdemócrata Bruno Kreisky, de origen judío también, pero por
aritmética política muy interesado durante años en acallar a quienes
denunciaban sus vergonzantes alianzas con antiguos nazis acomodados en el
Partido Liberal (FPÖ). Los insultos a Wiesenthal constituyeron probablemente
una de las páginas más tristes de la brillante biografía de aquel otro judío centroeuropeo
tantos años canciller austriaco.
Nunca se dejó intimidar por aquel ambiente tan hostil como
la Viena de la guerra fría. Nada más salir del campo de Mauthausen, ingresó en
la Unidad de Crímenes de Guerra creada por las fuerzas de ocupación norteamericanas.
Pero el enfrentamiento entre los antiguos aliados antinazis
-Moscú y Washington- hizo que pronto americanos y soviéticos se dedicaran más
al pulso entre ellos en la Europa dividida que a la persecución de criminales
nazis. Fue entonces cuando se independizó Wiesenthal y comenzó la empresa
personal titánica que lo convirtió en leyenda y en una de las grandes
personalidades de la segunda mitad del trágico siglo XX.
Wiesenthal ha muerto el martes en Viena y será enterrado en
Israel. Se va a reposar con los suyos porque en Europa se quedó ya entonces sin
camposanto. Ha sobrevivido a casi todos los verdugos que llenaban sus archivos
y de los que hablaba, inclinado sobre sus ficheros, con una familiaridad cuasi
científica. Su labor había concluido. Su vida ha sido un monumento a la
dignidad del pueblo judío y de Europa. Nada menos.
Simon Wiesenthal en junio de 1990. BERNARDO PÉREZ