El País Martes,
06.09.05
COLUMNA
Los que hemos nacido y vivido en estas sociedades
desarrolladas, nunca tan sofisticadas como pretendemos pero insólitamente
prósperas y crecientemente estructuradas, con acceso al legado de valores,
informaciones, costumbres y emociones -plasmados todos en cultura- que nos
convierten en miembros más o menos conscientes de la vanguardia de la
civilización -gracias, una vez más, a Fernando Savater por su último artículo-,
tenemos muy graves problemas para asimilar una secuencia tan larga de tragedias
como la que pasa ahora por el aterrador episodio del naufragio de Nueva
Orleans y la cuenca del Misisipí. Otras culturas parecen tener menos
dificultades para asumir la pérdida, soportar el dolor desgarrador y el luto y
retomar la quebrada sinfonía de la supervivencia individual y colectiva sin
hundirse en la duda existencial ni planear cual buitres a la busca de
explicaciones convenientes. Recuerdan mejor que la desgracia existe y es parte
sustancial de la batalla inteligente en la vida del ser humano y sus colectivos
y no caen en pataletas pueriles que claman contra lo "incomprensible"
o, en juicio aún más infantil, lo "injusto".
Algo debe tener que ver con nuestras expectativas y con ese
optimismo histórico básico que impregna toda nuestra cultura y que otra vez
demuestra ser un arma de doble filo. Ha sido este arma -que implica la
exploración del bien como conocimiento útil para el prójimo y generaciones
futuras- determinante para forjar los principios, códigos y criterios del
modelo de convivencia más eficaz, más justo y más compasivo jamás habido en la
historia de la humanidad. Que los pasos dados en esta dirección, incluidas las
grandes revoluciones políticas y sociales de la libertad -entre las que
destacan la francesa, la americana y la de la emancipación de la mujer- tengan
su detonante en el concepto del ser humano como reflejo del Dios cristiano, en
el valor absoluto de la persona y de la vida, es algo tan evidente que no importa
nada que sea ya moda muy antigua y arraigada el negarlo y que tanta vigencia
tenga el absolutismo de lo relativo.
Las miserias, las crueldades, los defectos, corrupciones y
traiciones que salpican y corroen nuestros actos humanos y, por supuesto, nuestras
organizaciones sociales no pueden eclipsar el hecho de que la sociedad
democrática y libre con el Estado de derecho como buque insignia son triunfos
de la buena voluntad, de la inteligencia y la generosidad frente al egoísmo, la
miseria moral, el oscurantismo y la reacción. Todos nos vemos obligados a actos
de disciplina intelectual cotidianos para que no nos paralice la vida el
desprecio a nuestros semejantes que la convivencia hace, más que lógicos,
inevitables. El concepto de la persona como sujeto máximo de culto de fe,
religiosa o no -siempre trascendente-, que elimina y descalifica por igual
castas, clases, abolengos, etnias y naciones como fuentes de privilegio,
beneficio o distinción, ha sido la piedra angular de la cultura democrática por
la que tantos en los últimos siglos han luchado y muerto. Esta cultura ha
tenido que pagar siempre el peaje de los miserables que medran de la
vulnerabilidad que genera la voluntad ajena de dignidad. Es una grandeza más de
"nuestra civilización" con su premisa de que nadie es lacayo ni
objeto de capricho de un Dios de la ira, sino individuo hecho a la imagen y
semejanza del creador, con ese "rayo divino" que en cada época tuvo
su definición y en cuya existencia, pese a la Primera Guerra Mundial y Auschwitz,
los dos grandes funerales por nuestra civilización, creen incluso quienes no lo
saben.
Pero también es cierto que esta convicción cultural que tan
lejos nos ha llevado en nuestro poder de llorar y proteger al prójimo nos hace
extremadamente quebradizos ante la adversidad como los narcisos entre los seres
vivos, tan dispuestos siempre a llorarnos a nosotros mismos. Como también lo es
que la vileza cotidiana por la que se expresa el instinto de supervivencia y
poder -el mismo- intenta reconvertir la tragedia en un arma más de imposición,
al impostar el luto para buscar beneficios en las consecuencias del dolor
ajeno. Sin duda, los responsables de proteger a la población por sus cargos y
autoridad, cuando hacen dejación de su poder de intervención a favor de las
víctimas de una tragedia, se hunden en la ignominia. Han vuelto a hacerlo. No
menos, sin embargo, aquellos que sólo ven en la tragedia una ocasión bienvenida
para incorporar a la lista de víctimas a quienes siempre desearon un drama
semejante para mayor gloria propia.
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