El País Martes,
30.08.05
COLUMNA
Su Excelencia Susilo Bambang Yudhoyono, muy sobrio general
del Ejército antes que presidente de la República de Indonesia, es una apuesta
del sureste asiático -mirando desde Europa- y por eso se presupone que
"sabe dar órdenes" y puede evitarnos muchos lutos, no sólo a su país
y a su región, sino al mundo entero. Lo dice él, suave de maneras, presidente
educado e improbable del país más improbable y accidental, que tiene el mandato
constitucional de defender la unidad de un Estado de 10.000 islas (dos grandes,
unas medianas y las demás tal como son), 200 etnias, casi 200 millones de
habitantes, una mayoría del 87% de musulmanes, unos pueblos dispares que gritan
y una mayoría que, cuando tiene algún dilema con el destino, no recurre a los
sindicatos ni a los partidos, sino, cada vez con más insistencia, a Dios. El
país islámico más poblado del mundo intenta ser democrático sin ofender a su
mayoría, que cree en un Dios que, se supone, no respeta mayorías.
Ayer, en el Hotel Dharmawangansa, una joya nueva de maderas
tropicales en el centro de Yakarta, este ex general con talante de comprensión
inmensa, nadie sabe aún si genuino o esforzado, rodeado de nada misteriosos
indonesios vestidos con mono negro y armados con ametralladoras que sólo se
hicieron visibles cuando terminó de hablar ante un grupo de periodistas y
analistas de política internacional, dejaba claro que sabe "ahora que aún
no nos han golpeado, pero que trabajan, se coordinan y reclutan para
ello". Indonesia "los perseguirá". "Contamos con la inmensa
mayoría de un pueblo que es ejemplo de tolerancia y libertad de religión".
Nadie sabe aún si lo de este presidente, que quiere luchar al mismo tiempo
contra el fanatismo, la más prosaica pero omnipotente corrupción y los enemigos
secesionistas y totalitarios, va a salir bien del empeño cuando sólo lleva en
el cargo diez meses. Pero desde luego lo esperan todos quienes quieren creer
que desde aquí se puede exportar estabilidad y combatir al fanatismo.
Hace unos días, Bambang Yudhoyono -perdonarán la treta
fonética- reunió a los responsables de su Gobierno, el Ejército y la policía
para anunciarles que se elevaba el nivel de seguridad en toda la nación. Desde
Europa llega información de que los atentados son inminentes. Las acciones
terroristas masivas del islamismo fanático han dejado de ser posibles y son muy
probables. En realidad nunca dejaron de serlo. No parece sólo cuestión de
fechas. En la idílica isla de Bali en 2002, en el Hotel Marriot en 2003 y en la
Embajada de Australia en 2004, en pleno centro de Yakarta, las bombas del
terrorismo islamista estallaron ahora. Cientos de muertos. La
obsesión por la seguridad, la voluntad de seguir vivo, los ciudadanos,
convierten el sureste asiático en agrupación de sociedades en las que el Estado
legítimo democrático busca fórmulas de autodefensa contra un islamismo que
quiere imponerse, no ya a otras religiones, sino a la versión ciudadana de la
propia. Son metáfora del mundo. Este Estado lucha por ser democrático como en
sus inicios de la descolonización, en los que la dura realidad en la guerra
fría lo hacía imposible porque dos bandos, comunistas y anticomunistas -las
sutilezas eran inútiles- planteaban matar o morir. Hay quienes quieren que
vuelvan a verse obligados a que la opción no exista.
Hoy, Asia del Sur, rodeada de potencias emergentes no
siempre bienintencionadas -la China cuasi reina, la gran India, del Pakistán
también potencia nuclear, de la miserable y sin embargo presente Corea del
Norte, un Japón populista nacionalista, los rivales comerciales, las madrazas
de Pakistán-, busca con ansiedad aliados tanto internos como externos. La clave
está en encontrar un compromiso entre la realidad, sus miedos y su certeza. Si
lo consiguiera el general, podría conseguirlo el resto del mundo.
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