El País Martes,
02.08.05
COLUMNA
Es un país pequeño acaudillado por un dictador sin
escrúpulos y fanático de sí mismo en el que el miedo es la piedra angular de la
doctrina de Estado, y quienes revelan no albergar el suficiente temor patriota
son sometidos a tratamientos preceptivos para la corrección de tan peligrosa
carencia. Periodistas impertinentes desaparecen tras recibir en sus domicilios
visitas nocturnas de desconocidos, intelectuales insumisos son apaleados ante
sus casas o en camino al trabajo, las organizaciones de defensa de los derechos
humanos sufren constante acoso e intimidación y los periódicos oficiales, ya
todos, coinciden en la loa hiperbólica y entusiasta del jefe del Estado, ese
gran timonel infalible.
No, no se trata de la Rumania bajo Nicolae Ceaucescu ni de
la Cuba actual, aunque las similitudes entre la isla caribeña y la inmensa
prisión instaurada por un mafioso político en el noreste del Viejo Continente,
en la misma frontera de la Unión Europea, son más que evidentes. Porque
Aleksandr Lukashenko, el delincuente que se hizo con las riendas de Bielorrusia
durante la disolución de la URSS persigue y encarcela a la disidencia con la
misma saña que el anciano galaico-antillano y ha logrado con similar éxito
cerrar sus fronteras a toda influencia subversiva del pensamiento democrático.
Satrapías tenemos aún varias en repúblicas ex soviéticas, pero en Asia Central.
En Europa sólo sobrevive ya Lukashenko, a la cabeza de la fusión de fuerzas de
mafia, aparato industrial y administrativo y cuerpos represivos. El hundimiento
del régimen similar de Leonid Kuchma ante la revolución naranja de la
Ucrania europea ha reforzado la convicción del líder bielorruso -nada errónea
por cierto- de que sólo podrá mantener su régimen confiriendo masiva
credibilidad a los métodos represivos. Está en ello.
Era por tanto consecuente Lukashenko cuando el pasado mes
lanzó a su policía, a sus jueces y a su Administración contra la mayor
asociación independiente en el país que es la Unión de Polacos de Bielorrusia.
Si Polonia fue la vanguardia de los pueblos de Europa central y oriental en la
lucha contra la dictadura comunista, los polacos de Bielorrusia, aunque no
lleguen al medio millón y al 5% de la población, son una constante irritación
para la dictadura. Bien informados por la radio y la televisión de Polonia, más
estructurados que la población bielorrusa y católicos como las fuerzas que se
levantaron contra Kuchma en Ucrania occidental, los polacos de Bielorrusia son
ya el principal objetivo de la represión del régimen. En una clásica operación
bolchevique, su directiva electa fue detenida, desposeída de su mandato y
sustituida por agentes polacos del régimen. Su periódico ya no publica sino lo
mismo que el resto de la prensa.
Así las cosas, Varsovia retiró la pasada semana a su
embajador en Minsk en el último episodio de una escalada de tensión que había
llevado a las expulsiones de diplomáticos y otros gestos hostiles. Polonia
vuelve a demostrar la consecuencia de una política exterior que recuerda muy
bien pasados tiempos propios. Con la República Checa y Hungría como firmes
aliados en ello, la política de solidaridad democrática de Polonia es ya una de
las facetas más dignas de la política exterior de Europa. Quienes se sientan
incómodos con ella deberían avergonzarse. Las razones son obvias. Varsovia
recuerda tan bien cuando el apoyo occidental a la disidencia polaca abría
espacios de libertad como cuando los intentos de conciliación con el régimen comunista
inducían a ignorar a la oposición democrática y ésta caía en un pozo negro de
represión. Lukashenko está envalentonado por una vecina Rusia que ya le emula
en la represión y por la actitud de la UE, que parece no querer saber lo que
pasa en su frontera oriental. Cabe esperar que después del espantoso ridículo
en su política hacia Cuba, la UE no abunde en el error. Debe expresar su firme
apoyo a la política de Varsovia hacia Minsk. Lukashenko ha de saber que la
brutalidad de su régimen tiene un precio.
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