miércoles, 28 de junio de 2017

PERDER LA GUERRA Y EL ALMA

Por HERMANN TERTSCH
El País  Martes, 02.04.02

EL CONFLICTO DE ORIENTE PRÓXIMO

La tragedia es ya completa por mucho que se agrave. Se ha llegado tan lejos que todos los horizontes se antojan abismos. La violencia incendia Oriente Próximo. Decenas de millones de árabes -y no árabes- se alegran ya cada vez que un joven palestino se inmola en el altar de la patria, arrastrando consigo a la muerte al mayor número posible de israelíes. Todo indica que tales momentos de alegría se multiplicarán en proporción a los motores de la ira. Los regímenes árabes moderados temen por su estabilidad ante una indignación de sus poblaciones que amenaza escapar a todo control, mientras las dictaduras árabes ganan prestigio y apoyo entre las suyas y en el resto del mundo árabe. En la cumbre de la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), que se abrió ayer en Malaisia, se respira un ambiente de 'frente de rechazo' a Israel propio de los años cincuenta. Todo apenas una semana después de que la Liga Árabe tendiera la mano a Israel con una oferta, imperfecta, discutible, pero sin precedentes como oportunidad para la normalización y la paz en la región.
Ahí tenemos a Yasir Arafat, el prisionero en la Mukata de Ramala -ese que siempre se creció en momentos críticos y fracasó en los demás-, en transmutación consumada desde la condición de dirigente tramposo, bastante corrupto y cuestionado por palestinos y árabes en general, a la de nuevo y gran Saladino sobrehumano y mártir aún en vida. Será un psiquiatra, que no un analista político, quien nos explique por qué se generan obsesiones personales como la del primer ministro israelí, Ariel Sharon, con el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, capaces de provocar miles de muertos, hacer descarrilar la historia, hundir a pueblos en la desesperación y la miseria y traumatizar al mundo entero.
No les falta razón a las autoridades israelíes y norteamericanas cuando dicen que Arafat debía haber aceptado la oferta de Camp David del año 2000, cuando un Ehud Barak electoralmente acosado le ofreció casi todo lo que Israel puede ofrecer sin poner en peligro su propia existencia. La rechazó. La responsabilidad es suya. Fue Arafat quien aupó así al poder a Sharon y dejó al Partido Laborista israelí convertido en un guiñapo dirigido por un Simón Peres patético en sus intentos de combinar su papel de mediador y premio Nobel de la Paz con una política indefendible e inhumana. Si Peres hubiera roto con Sharon en su día, es posible que hoy las opciones de liderazgo en Israel fueran otras que las del responsable de las matanzas de Sabra y Chatila y el energúmeno de Benjamín Netanyahu (Bibi), cuya mejor idea es la de dejar a Arafat a la deriva en alta mar. Ya todo es agua pasada. El daño está hecho.
Es una tragedia comprobar que algunos creen o pretenden creer que liquidar a Arafat es la clave para acabar con un terrorismo palestino que es síntoma, que no causa, de ésta. Es una mala broma ver al presidente de EE UU exigiendo a Arafat, cautivo en un zulo en Ramala, que sea más aplicado en contener los atentados suicidas. Es un drama que la UE, Rusia y China no asuman otro papel que el de plañideras, cuando no de meretrices silenciosas. Y da auténtico pánico comprobar en manos de quiénes estamos, entregados a decisiones de unos desasistidos. Nadie dude de que Sharon quería matar a Arafat. Si no lo hace es porque, incluso para Washington, esa 'solución' es grosera. También hay certeza de que, con los miles de muertos que se sumen en próximas semanas o meses, las partes habrán de sentarse para buscar una forma de vida que no sea matarse. Y de que el fin de la tragedia es imposible con una política, no ya colonial, sino de desprecio abismal al prójimo. La política de Sharon ha generado la espiral de tragedia y miedo entre los israelíes que amenaza a la propia democracia de Israel, al sano juicio de los pueblos y al sentimiento de piedad individual, íntimo, de todos los seres humanos afectados por la misma.

Israel no puede ganar esta guerra, por no hablar de la paz, echando por la borda los principios que dan sentido a un Estado surgido del infinito horror del holocausto nazi. Pero además, puede perder el alma. Cuando se confirma que soldados israelíes marcan números en los brazos de sus prisioneros, que pintan cruces en las casas registradas o devastadas, que llaman por altavoces a los hombres entre 15 y 55 años para que se entreguen en la calle y que detienen a policías palestinos que después aparecen muertos de un tiro en la nuca, todos los israelíes debieran sentir un terrible escalofrío. Si los judíos comienzan a emigrar de Israel a mayor velocidad que los palestinos de sus terribles bantustanes incomunicados, si la economía se hunde, el turismo desaparece y las empresas han de renunciar a decenas de miles de reservistas para aventuras bélicas, cuando el jefe de Gobierno se lamenta públicamente de 'no haber matado a Arafat cuando pude' y dice no estar 'en lucha contra un Ejército, sino un pueblo', toda sociedad -ante todas la israelí- debería levantarse. Por primera vez desde 1948, Israel está en peligro, por culpa del fanatismo de la unilateralidad, propia y de su principal aliado transatlántico. Por ello, el mejor favor al Estado de Israel hoy es forzarlo a abandonar el demencial vuelo de Ícaro en el que Sharon lo ha embarcado y que amenaza con estrellarnos a todos.

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