Por HERMANN TERTSCH
El País Martes,
02.04.02
EL CONFLICTO DE ORIENTE PRÓXIMO
La tragedia es ya completa por mucho que se agrave. Se ha
llegado tan lejos que todos los horizontes se antojan abismos. La violencia
incendia Oriente Próximo. Decenas de millones de árabes -y no árabes- se
alegran ya cada vez que un joven palestino se inmola en el altar de la patria,
arrastrando consigo a la muerte al mayor número posible de israelíes. Todo
indica que tales momentos de alegría se multiplicarán en proporción a los
motores de la ira. Los regímenes árabes moderados temen por su estabilidad ante
una indignación de sus poblaciones que amenaza escapar a todo control, mientras
las dictaduras árabes ganan prestigio y apoyo entre las suyas y en el resto del
mundo árabe. En la cumbre de la Organización de la Conferencia Islámica (OCI),
que se abrió ayer en Malaisia, se respira un ambiente de 'frente de rechazo' a
Israel propio de los años cincuenta. Todo apenas una semana después de que la
Liga Árabe tendiera la mano a Israel con una oferta, imperfecta, discutible,
pero sin precedentes como oportunidad para la normalización y la paz en la
región.
Ahí tenemos a Yasir Arafat, el prisionero en la Mukata de
Ramala -ese que siempre se creció en momentos críticos y fracasó en los demás-,
en transmutación consumada desde la condición de dirigente tramposo, bastante
corrupto y cuestionado por palestinos y árabes en general, a la de nuevo y gran
Saladino sobrehumano y mártir aún en vida. Será un psiquiatra, que no un
analista político, quien nos explique por qué se generan obsesiones personales
como la del primer ministro israelí, Ariel Sharon, con el presidente de la
Autoridad Nacional Palestina, capaces de provocar miles de muertos, hacer
descarrilar la historia, hundir a pueblos en la desesperación y la miseria y
traumatizar al mundo entero.
No les falta razón a las autoridades israelíes y
norteamericanas cuando dicen que Arafat debía haber aceptado la oferta de Camp
David del año 2000, cuando un Ehud Barak electoralmente acosado le ofreció casi
todo lo que Israel puede ofrecer sin poner en peligro su propia existencia. La
rechazó. La responsabilidad es suya. Fue Arafat quien aupó así al poder a
Sharon y dejó al Partido Laborista israelí convertido en un guiñapo dirigido
por un Simón Peres patético en sus intentos de combinar su papel de mediador y
premio Nobel de la Paz con una política indefendible e inhumana. Si Peres
hubiera roto con Sharon en su día, es posible que hoy las opciones de liderazgo
en Israel fueran otras que las del responsable de las matanzas de Sabra y
Chatila y el energúmeno de Benjamín Netanyahu (Bibi), cuya mejor idea es la de
dejar a Arafat a la deriva en alta mar. Ya todo es agua pasada. El daño está
hecho.
Es una tragedia comprobar que algunos creen o pretenden
creer que liquidar a Arafat es la clave para acabar con un terrorismo palestino
que es síntoma, que no causa, de ésta. Es una mala broma ver al presidente de
EE UU exigiendo a Arafat, cautivo en un zulo en Ramala, que sea más
aplicado en contener los atentados suicidas. Es un drama que la UE, Rusia y
China no asuman otro papel que el de plañideras, cuando no de meretrices
silenciosas. Y da auténtico pánico comprobar en manos de quiénes estamos,
entregados a decisiones de unos desasistidos. Nadie dude de que Sharon quería
matar a Arafat. Si no lo hace es porque, incluso para Washington, esa
'solución' es grosera. También hay certeza de que, con los miles de muertos que
se sumen en próximas semanas o meses, las partes habrán de sentarse para buscar
una forma de vida que no sea matarse. Y de que el fin de la tragedia es
imposible con una política, no ya colonial, sino de desprecio abismal al
prójimo. La política de Sharon ha generado la espiral de tragedia y miedo entre
los israelíes que amenaza a la propia democracia de Israel, al sano juicio de
los pueblos y al sentimiento de piedad individual, íntimo, de todos los seres
humanos afectados por la misma.
Israel no puede ganar esta guerra, por no hablar de la paz,
echando por la borda los principios que dan sentido a un Estado surgido del
infinito horror del holocausto nazi. Pero además, puede perder el alma. Cuando
se confirma que soldados israelíes marcan números en los brazos de sus
prisioneros, que pintan cruces en las casas registradas o devastadas, que
llaman por altavoces a los hombres entre 15 y 55 años para que se entreguen en
la calle y que detienen a policías palestinos que después aparecen muertos de
un tiro en la nuca, todos los israelíes debieran sentir un terrible escalofrío.
Si los judíos comienzan a emigrar de Israel a mayor velocidad que los
palestinos de sus terribles bantustanes incomunicados, si la economía
se hunde, el turismo desaparece y las empresas han de renunciar a decenas de
miles de reservistas para aventuras bélicas, cuando el jefe de Gobierno se
lamenta públicamente de 'no haber matado a Arafat cuando pude' y dice no estar
'en lucha contra un Ejército, sino un pueblo', toda sociedad -ante todas la
israelí- debería levantarse. Por primera vez desde 1948, Israel está en
peligro, por culpa del fanatismo de la unilateralidad, propia y de su principal
aliado transatlántico. Por ello, el mejor favor al Estado de Israel hoy es
forzarlo a abandonar el demencial vuelo de Ícaro en el que Sharon lo ha
embarcado y que amenaza con estrellarnos a todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario