EL PAÍS, 27.04.2000
Vladímir Putin, presidente ruso electo por las urnas después
de haberlo sido por su antecesor y padrino, Borís Yeltsin, ha hecho su primera
visita a Occidente. Ha tomado el té nada menos que con la reina de Inglaterra.
No puede quejarse. Han sido muchos los honores y parabienes recibidos en esa
vieja cuna de la democracia que es Londres por un aparatchik del KGB que ha
llegado al poder gracias a la fuerza movilizadora del odio a los chechenos y
las ansias de autoestima de este pueblo tan vapuleado y humillado, el ruso. No
es un sarcasmo menor que Londres reciba con semejante pleitesía al
"carnicerito de Gozny" mientras la Unión otorga trato de paria o
criminal a un Estado miembro, Austria, que no ha violado ni un solo principio
democrático y es, pese a las baladronadas de Jörg Haider, un Estado de Derecho
impecable. Pero Putin no es sólo un espía jubilado y ascendido a mayores
glorias. Confirma la tradición de ilustración y sangre fría de los hombres
formados en la gran casa de la Liubianka. Sabe escuchar y asesorarse. Ha hecho
un viaje productivo para su imagen y para recuperar cierta capacidad de
maniobra de Rusia en la escena internacional. No era fácil. La sangría de
Chechenia ha sido rentable antes de las elecciones. Pasadas éstas, los daños
del conflicto superan las ventajas, tanto en el exterior como en el interior,
especialmente por el goteo -o chorreo- de muertos entre las tropas rusas. Matar
civiles y contar muertos propios no es una ordinariez, puede ser una
inconvenciencia además.
Antes de ir a abrazarse con un Tony Blair, que debería
explicar a sus aliados ese supino entusiasmo por tan especial relación
emergente, Putin había conseguido en el Parlamento ruso la ratificación del
tratado STARTII, eso sí, con condiciones que pueden convertirla en mero gesto.
La Duma parece querer arrogarse el derecho a vetar el desarrollo tecnológico
norteamericano en sistemas de defensa antimisiles. No parece probable que
Washington vaya a acatar decisiones del Parlamento ruso. El tratado ABM está
condenado porque la proliferación nuclear avanza. Se sabe. En parte porque
Rusia ha cedido tecnología a países que son enemigos de EEUU y además
imprevisibles.
Washington -especialmente su Senado - tiene gran parte de la
responsabilidad de lo que sucede. La obsesión de la mayoría republicana por
humillar a su tan odiado presidente Clinton negándose a ratificar el Tratado de
Prohibición de pruebas nucleares, ha dado la iniciativa a unas autoridades
rusas convencidas de que pueden compensar, aliviar u ocultar el desastre
permanente en que vive su población con arengas de potencia nuclear.
Por eso no ha sido una sorpresa el hecho de que, días
después del afable paso de Putin por el Reino Unido, el Kremlin anunciara su
nueva doctrina militar, que ya no renuncia al primer golpe nuclear "en los
casos en que todos los demás medios se muestren ineficaces". ¿En qué
escenarios?, cabe preguntarse. Un sistema antimisiles norteamericano jamás
neutralizaría todo el potencial nuclear ruso y por tanto no atenta contra la
mutua disuasión. Está además claro que las mayores agresiones que han sufrido y
sufren los rusos son las cometidas por sus propios poderes, por la corrupción,
las mafias instaladas en las instituciones y las camarillas que mandan a morir
a los jóvenes rusos a Chechenia para recuperar o conseguir privilegios,
impunidad en el expolio e influencia.
Cuando Borís Yeltsin dijo en la cumbre de la OSCE en
Estambul que Rusia es, como potencia nuclear, inmune a las críticas a sus
bárbaras actuaciones en el Cáucaso, no estaba soltando uno de sus chascarrillos
etílicos. Ahora, la nueva doctrina nos dice que el Kremlin juzgará cuándo
"los otros medios" no son suficientes para "arreglar la
situación". Y amenaza con utilizar armas nucleares en conflictos no
nucleares. ¿Dónde? ¿En qué circunstancias? ¿También si países soberanos
bálticos deciden unirse a la Alianza Atlántica? ¿O si Moscú cree que el control
de toda la zona geoestratégica del sur del Cáucaso merece un pulso, quizás
violento, con Turquía? De momento, todo son palabras. Pero las palabras revelan
y forjan a un tiempo los talantes. Y Vladímir Putin, más allá de Londres, viaja
hacia talantes que no merecen muchos brindis. Ni siquiera con té. Todos habrían
de darse por enterados.
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