EL PAÍS, 29.03.2000
Al principio de todo lo sucedido en Moscú durante la jornada
electoral del pasado domingo estuvo el final de lo habido allá por los años
milagrosos del principio de la pasada década. Aquello impuso la despedida de
una retórica y práctica política obcecadamente mantenidas y persistentemente
fracasadas. Mijail Gorbachov llegó a la conclusión, compartida en la intimidad
por tanto dirigente soviético, de que la gran potencia que en su día había sido
la Unión Soviética era puro Tercer Mundo con armamento nuclear. Y de que el
mero hecho de tener la bomba no servía por sí mismo para salir de la indigencia
que generaba un sistema exhausto.Hoy, nos hallamos en Moscú ante la inversión
de la lógica que entonces indujo a la abolición, institucional al menos, de un
sistema del absurdo que tanto crimen y miseria había provocado. Todo ello
después de unos largos años de mandato de Borís Yeltsin que, siempre desde la
egolatría pero también del coraje, de sus circunstancias personales nada
pausadas pero también un instinto político extraordinario, quiso inicialmente
cambiar Rusia de forma radical y tuvo, como todos los reformadores en aquel
gran país, que doblegarse a las realidades gravitatorias de esa sociedad tan
difícil de liberar de los fantasmas que han marcado su historia.
Estamos en el último tercio de
una aventura política ingente. Pero sin final feliz.Los auspicios no son buenos
ni mucho menos, pero tampoco deben ser causa de histeria en el resto del mundo
y en especial en Occidente. Pese a las manifestaciones del nuevo talante que se
impone en el Kremlin con el apoyo de la inmensa mayoría de la población rusa.
El electorado del presidente y el voto comunista, juntos más de un 80%, no
discrepan respecto a las líneas maestras de la política exterior que se perfila
y a la interior que, en cuestiones como Chechenia, está más que perfilada. Las
tendencias "occidentalistas" han sido derrotadas. Su recuperación es
imprevisible y puede tardar décadas en producirse si acaso. El único candidato
que defendió principios liberales, Grigori Yablinski, se quedó en el 7% quizás
el reflejo real de dichas fuerzas hoy en Rusia. Los valores en alza son la
autoestima nacional, la mano dura y la fobia al exterior que desvía eficazmente
el resentimiento hacia los usufrutuarios del estado mafioso que ha surgido de
los escombros del estado proletario.
El nuevo presidente Vladimir
Putin se ha dejado festejar su victoria electoral con el lanzamiento de dos
misiles nucleares intercontinentales desde un submarino en el Mar del Norte. No
es un gesto muy amistoso hacía los potenciales receptores de esos misiles de
largo alcance. Que son precisamente los que con sus créditos y mercados libres
han enriquecido a la "Nueva clase", parafraseando al inolvidable
montenegrino Milovan Djilas, que ha sustituido a la nomenclatura. Putin es su
cancerbero, su protegido y protector. Y nadie debe esperar grandes alardes
humanistas de este agente del KGB con ojos de rodaballo.
Quizás ahora, esos grupos de
presión prorrusos en Washington, Berlín y otras capitales europeas sean más
realistas al valorar la situación. Es posible incluso que el subsecretario de
Estado norteamericano, Strobe Talbott, deje de hablar con hipérboles optimistas
sobre la evolución rusa. Ni nuestro buen Jean Jacques Rousseau podría hoy tener
esperanzas en que la sociedad rusa vaya a contar a medio plazo con un Estado de
derecho homologable a los que legislan, ejecutan y juzgan en Occidente.
Así las cosas, convendría que
los Gobiernos occidentales fueran planteándose una nueva política hacia Rusia.
Putin no va a cometer disparates en sus relaciones con Europa y EEUU a corto
plazo. Aunque sólo sea porque sus mentores tienen allí sus cuentas. Pero
también porque se dice garante de la seguridad y estabilidad y para ambas
necesita ayuda exterior. Pero la retórica va a cambiar. La multipolaridad
volverá tras la efímera ilusión norteamericana de ser única potencia. Moscú
buscará aliados. Tercer Mundo aún, pero potencia nuclear, Moscú cambia tercio.
Demandará respeto a intereses que muchas veces chocarán con elementales
principios occidentales. En el interior de Rusia, los cambios pueden ser más
desagradables, para los medios críticos y minorías o gremios incómodos.
Occidente necesita por tanto de conceptos nuevos para responder a actitudes y
políticas que, como en Chechenia, no pueden quedar sin respuesta.
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