Por HERMANN TERTSCH
El País Viernes,
24.05.02
COLUMNA
Tiempos interesantes son este principio de siglo. India y
Pakistán, dos potencias nucleares, están al borde de la guerra. Los palestinos
sueñan otra vez con echar a los israelíes al mar y Ariel Sharon piensa cada vez
más en serio en echar a los palestinos de todos los territorios ocupados hacia
Jordania y Egipto. Militares israelíes especulan públicamente con la
utilización de su armamento nuclear. Argentina se hunde en la nada. Washington
dinamita con celo y desprecio la cooperación transatlántica y se prepara para
dar una gran lección definitiva a todos sus enemigos reales o imaginarios, aún
no se sabe dónde, pero ya sin excluir tampoco -es una mera reflexión, dice el
Pentágono- la opción nuclear puntual. Los tabúes caen con desparpajo. Todos
parecen cada vez más dispuestos: Estados, políticos, mandos militares, hooligans,
delincuentes, bandas y maridos, a cruzar los umbrales de la violencia.
En Europa occidental se dispara el miedo a que las
democracias no sepan asumir su mayor reto desde la caída del fascismo, que es
una inmigración masiva que gran parte de los europeos perciben ya como amenaza
bíblica. Surgen clones de Jörg Haider por doquier y hasta en Alemania, el inefable
vicepresidente del Partido Liberal, Jürgen Möllemann, se atreve ya a acusar
públicamente a los judíos de ser los responsables del antisemitismo.
Con este panorama, parece una broma que en dos países
centroeuropeos vecinos y miembros de la OTAN, Alemania y la República Checa,
las portadas de los diarios se centren estos días en una cuestión no ya
anacrónica, sino perfectamente extravagante: los Sudetes. No es una broma y
cuadra perfectamente en el escenario estremecedor actual. La inmigración y la seguridad
ciudadana son dos armas efectivas y peligrosas para la agitación populista y la
movilización electoral. Pero quizás lo sea aún más la perversa manipulación del
agravio histórico. Con Alemania a tres meses de sus comicios y la República
Checa en precampaña, a ambos lados de la frontera se ha recurrido al mismo con
tanto entusiasmo y violencia retórica que ya amenazan con provocar serios daños
a las relaciones bilaterales, a la Unión Europea y al sentido común general.
Los Sudetes son una región que se extiende en arco por
Moravia y Bohemia y que antes de la Segunda Guerra Mundial estaba
mayoritariamente habitada por alemanes. Hitler impuso su anexión a Alemania en
el vergonzante Acuerdo de Múnich en 1938. Los sudetendeutsche lo
celebraron con alborozo. Después de la guerra pagarían caro ese entusiasmo. Por
decretos del presidente Edvard Benes, los más de tres millones de alemanes
fueron expropiados de todos sus bienes y deportados hacia Austria y Alemania en
una operación de limpieza étnica que causó miles de víctimas. Fue uno de los
capítulos más negros de venganza y culpabilización colectiva de la posguerra.
Ahora, más de medio siglo después, algunos han decidido que
aquel trágico episodio puede dar réditos electorales. El candidato
cristianodemócrata a la cancillería alemana, Edmund Stoiber, amenaza con
bloquear el ingreso de la República Checa a la UE si Praga no anula los
decretos de Benes y ofrece compensaciones a los expulsados y a sus
descendientes. El primer ministro checo, Milos Zeman, criminaliza por su parte
a todos los deportados como 'quintacolumnistas nazis' y califica aquella
operación de limpieza étnica con miles de muertos como 'una aportación a la
paz'. Praga sugiere con cinismo que las víctimas alemanas recibieron poco menos
que su merecido. Stoiber y su coro exigen genuflexiones en pura actitud
revanchista. Ambas posturas, igual de grotescas, tienen excelente recepción en
sus cuerpos electorales. En el centro de Europa resuena de nuevo esa cacofonía
nacionalista que todo lo envenena. Lo dicho: vaya panorama del principio de
siglo.
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