Por HERMANN
TERTSCH
El País Lunes,
03.06.02
COLUMNA
'Con ardiente preocupación' ['Mit brennender Sorge'] veía el
Papa Pío XI la evolución política, moral, social e incluso psicopatológica de
su rebaño de fieles católicos en la Alemania de 1937. No era para menos. Un día
sí y otro también, un Hitler condescendiente se dejaba fotografiar entre
obispos que saludaban brazo en alto a su paso. El Papa tenía razones para estar
preocupado. El Concordato firmado con Hitler en 1933 no había tenido los
efectos esperados. Habla Pío XI en la encíclica de que 'la experiencia de los
últimos años fija responsabilidades y revelan intrigas que desde un principio
sólo buscan una guerra de exterminio'.
No había problemas sólo en Alemania. En España, empujados en
parte por el encanallamiento anticlerical de la izquierda republicana y por los
resentimientos ancestrales, los obispos ya llevaban un par de años haciendo el
saludo romano y fascista y bendiciendo gestas de reconquista como la matanza de
la plaza de toros de Badajoz u otras ejecuciones sumarias y masivas. Al fin y
al cabo para entonces los obispos españoles -vascos, catalanes, extremeños o
castellanos- habían ganado ya casi la guerra con Franco y el general Yagüe. Era
momento de aplaudir la victoria del oscurantismo, de las leyes de Dios y la
Patria sobre las perniciosas ideas de la sociedad civil y laica, la
respetabilidad y los derechos de todas las opciones de vida.
En Alemania, el único obispo realmente perseguido por el
nacionalsocialismo -quizás también el único respetado por sus enemigos- fue el
renano Von Galen, cuyo hermano, antinazi católico hiperactivo, salvó
milagrosamente la vida hasta verse libre en la primavera de 1945 cuando huyeron
los guardas del campo de concentración de Sachsenhausen en el que compartía
barracón con el conde Von Kerstenbröck y algunos otros antinazis católicos
acusados de estar implicados en la principal operación contra Hitler y el
nazismo por parte alemana que fue el atentado del 20 de julio. Von Galen fue
difamado y maltratado como único en la curia que antepuso la dignidad humana a
la comunión con unos feligreses deshumanizados e indoctrinados que
'comprendían' las medidas que el régimen nazi aplicaba contra los 'enemigos del
pueblo', judíos, comunistas, demócratas, gitanos, homosexuales, discapacitados,
etc.
Fue la citada encíclica el acto de mayor coraje de un Papa
que después se sumió en dudas y acabó viendo desde el Vaticano las
deportaciones de los judíos, seguramente triste, pero sin mayores ademanes de
protesta. Pese a ello, aquel texto tiene joyas que debieran recordar los
obispos vascos, tan preocupados ahora en advertir a las víctimas de ETA y
Batasuna de que, si se defienden a sí mismos y al Estado de derecho, puede
empeorar su propia situación. 'Nadie sino una mente superficial puede caer en
conceptos de un Dios nacional, de una religión nacional o pretender encerrar a
Dios dentro de las fronteras de un único pueblo, de los estrechos límites de
una raza'. Muchos sugieren que Pío XI acabó siendo un cobarde viendo el
Vaticano rodeado por los nazis. La pastoral de los obispos vascos no lo
convierte en un héroe. Pero nos demuestra que hace mucho más de medio siglo
había alguien en el Vaticano que tuvo vergüenza suficiente para hablar alto
contra quienes nos quieren imponer, como la iglesia de sus tiempos más
tenebrosos, su verdad por medio del miedo a la muerte. ETA y Batasuna, pero
también la retórica lúbrica y siniestra del nacionalismo clerical son el más
terrible remanente de la España negra de la que, con la Constitución, nos hemos
liberado la inmensa mayoría de los españoles. No combatir con la ley y la
palabra a esos descendientes de Torquemada que son Herria 2000 Eliza, los
encapuchados de Otegui y nuestro protocarlista Arzalluz, sería una traición a
la lucha de siglos y millones de víctimas en toda Europa en busca de un mundo
abierto, de todos y para todos.
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