Por HERMANN TERTSCH
El País Lunes,
02.09.02
REPORTAJE
Las riadas en Alemania han sido tan devastadoras como una
guerra y han demostrado el poder de la naturaleza sacada de quicio
En apenas dos semanas toda la región se ha visto inmersa en
la desgracia
Los transportes militares repletos de tropas atascan el
tráfico urbano, soldados y unidades especiales de la policía controlan la
entrada en barrios enteros y la impiden totalmente en otros, zonas de las
ciudades y pueblos quedan en absoluta oscuridad y vacías por la noche. De día,
los helicópteros vuelan a baja altura y las excavadoras y los generadores rugen
en todas las esquinas como carros de combate. Sus estruendos se mezclan con el
aullido de las sirenas, de policía y ambulancias pero también de las que llaman
a la evacuación urbana o llamada a los refugios, como otrora cuando se
acercaban aviones enemigos.
Las carreteras están cortadas a centenares y decenas de
miles de nuevos carteles indicadores de desvíos, advertencias y prohibiciones
acechan en cruces y esquinas. Zapadores intentan construir puentes urgentes
donde antes los había medievales. Por todas partes uniformes, de soldados y
oficiales en sus jeeps, de bomberos, de la protección civil y la
policía, la Cruz Roja y cuerpos extranjeros. Pero lo que más se ve son ruinas,
escombros, casas arrasadas, demediadas o convertidas en fantasmales cascarones,
vacías y sin ventanas, puentes destruidos, postes eléctricos derribados,
iglesias abiertas y desnudas, huertas arrasadas y fábricas y naves industriales
desvencijadas.
Es éste el aspecto que ofrece el corazón del viejo
continente en este verano tardío de 2002 al viajero que visita sus ciudades
grandes como Dresde y Praga, pequeñas como Passau, Usti nad Lab o Litomerice o
pueblos pequeños, algunos prácticamente desaparecidos bajo la fuerza de las
aguas en angostos valles de la Suiza sajona o Bohemia. Los europeos llevan
tiempo presumiendo con razón de que, desde 1945, gozan del periodo de paz más
largo de su historia en esta región central escenario de sus luchas intestinas
más brutales. Allí se libraron las principales batallas de la guerra de los
Treinta Años, allí se gestó la Paz de Westfalia que aún marca al mundo, allí
debatieron en su logia masónica en el castillo de Kukuckstein, en un valle hoy
arrasado, los poetas Novalis y Fichte sobre amor a la patria, a la belleza, a
la integridad y la muerte y fue allí donde perdió Napoléon muchas de sus más
legendarias batallas. Se combatió a muerte en dos Guerras Mundiales y se
enfrentaron después, durante medio siglo de guerra fría, Occidente y el imperio
soviético. Pero nunca hubo tamaña destrucción. Junto a la posada del Caballo
Blanco en Pirna, al sur de Dresde, en la que se hospedaba Goethe en sus viajes
a Marienbad, se amontonan todas las propiedades de los vecinos, convertidas de
un día a otro en meros escombros de hierro, piedra, ladrillo o madera.
De repente, en apenas dos semanas de agosto, toda la región
se ha visto inmersa en desgracia y devastación, como sólo las guerras y pestes
habrían sido capaces de generar en siglos pasados en esta región que fue una
joya de evolución cultural en todo el medioevo, que sufrió la guerra de los
Treinta Años y las posteriores, incluso los 40 años del régimen comunista y su
culto al feísmo sin mayor transformación. El comunismo ignoró afortunadamente
este rincón idílico de la Suiza sajona y la Bohemia rural y había permitido que
esta región quedara como una de las más bellas y armoniosas que existen en
Europa, con sus ciudadelas medievales, sus casas burguesas alpinas, sus valles
magníficos y rocas tantas veces pintadas por Caspar David Friedrich. Pero esos
valles con sus arroyos, aliados con el río Elba, han traído la desgracia nunca
vista.
Quienes desde países no afectados aún creen que ha sido una
catástrofe más de la que países modernos y desarrollados, cuando no pudientes,
pueden recuperarse sin mayores problemas, están equivocados, afirman ya
políticos, sociólogos y científicos. Esta agua y estos lodos van a cambiar a
Europa, dicen. Moverán molinos de voluntades y cambiarán, en surcos profundos
como los arrancados al lecho de los ríos, las convicciones. Si el atentado
contra las Torres Gemelas acabó con la inocencia de unos Estados Unidos que se
creían invulnerables, las inundaciones de agosto acaban con la percepción de
las sociedades centroeuropeas de que las tragedias masivas son un mero síntoma
más del subdesarrollo del Tercer Mundo. Como 'la peor catástrofe nacional desde
la II Guerra Mundial' la han calificado el canciller alemán Gerhard Schröder y
su rival democristiano Edmund Stoiber.
El mundo del bienestar tiene ya otro enemigo que compartir
con los pobres del hemisferio sur. A la inseguridad que genera el terrorismo
internacional se une la convicción de que, con su arrogancia, ambición y
ceguera, ha creado otro enemigo mucho más temible si cabe, que es una
naturaleza sacada de quicio por los abusos de la intervención humana. Se han
modificado los cauces naturales de los ríos hasta convertirlos en autopistas
para el tráfico fluvial. El Rin tiene hoy mil kilómetros menos de recorrido que
a principios del XIX. Las crecidas ya no desbordan paulatinamente en riberas
naturales, sino que se convierten en trombas que, lanzadas por el cauce
artificial, cuando salen de éste arrasan todo lo que encuentran a su paso. La
alta montaña, despojada de su foresta por la industria del esquí y la lluvia
ácida, lanza ingentes masas de agua sin freno alguno hacia los cauces de
arroyos y ríos que se tornan en torrentes letales. La tierra tiene cada vez
menos tiempo y menos superficie permeable para asumir las aguas. La forma de
pensar de checos y alemanes orientales, también de austriacos y húngaros, sobre
este látigo natural inmerecido va a modificar actitudes y percepciones sobre
los vínculos entre ellos y con el proyecto europeo. También sobre su relación
con quienes no quieren cambiar su política de intoxicación de la atmósfera y
perversión del ambiente en general.
El corazón de Europa Central, los cuarteles del caudillo
Wallenstein, las rutas de Goethe, los sueños de Schiller, los recuerdos de
Lutero y los castillos del romanticismo europeo, de Herder o Heine, de la
filosofía y la lírica alemana, valles de una belleza que rapta, están hoy
cubiertos por un olor ácido de putrefacción y jugos fecales que recuerda a
campos de refugiados de albaneses en pleno pánico de huida de los peores pozos
de miseria. Se salvaban pinacotecas en Praga y Dresde, pero se hundían casas
medievales que habían albergado a sus autores. Se han generado grandes
emociones y no sólo dolorosas. Ahí está la solidaridad que ha unido en la
tragedia del diluvio a alemanes del Este y el Oeste y a checos y alemanes,
enconados entre sí tras la reciente disputa de otra tragedia europea como fue
la cruel expulsión de los alemanes de los Sudetes tras la II Guerra Mundial. En
todo caso, todo sugiere que, pese a la rapidez de los tiempos rápidos, la
miseria espontánea de agosto de 2002 dejará una huella perenne, tan profunda
como la generada por la guerra de los Treinta Años u otros dramas europeos a
los que esta bellísima esquina del mundo ha servido de dignísimo, épico
escenario.
Vista general de la histórica ciudad alemana de Dresde, con
el edificio de la Ópera (centro) anegado por las inundaciones. EPA
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