Por HERMANN TERTSCH
El País Jueves,
13.03.03
MAGNICIDIO EN BELGRADO
¡Pobre Serbia, tantas veces condenada a la tragedia, cuando
no enamorada de la misma! Muchos serbios habrán compartido ese primer
pensamiento al enterarse del asesinato, a las puertas de sus oficinas, del
primer ministro serbio, Zoran Djindjic, que encarnaba la gran esperanza de
hacer de Serbia "un país normal", sin agorafobias y libre de los
mitos y los miedos que han mantenido a sus compatriotas sumidos en el
subdesarrollo y el odio. Quería liberar a Serbia del sentimiento trágico y
mostrarle las ventajas de una sociedad libre en un Estado de derecho. Él era,
personalmente, el vínculo más fuerte de su país con las clases políticas y las
instituciones de la Europa desarrollada que tan bien conocía. Como era el mayor
activo para el acercamiento de Belgrado a la misma.
Era Djindjic un líder atípico para una Serbia que, desde la
muerte del caudillo Josip Broz Tito, no conocía como dirigentes más
que a aparatchiks de origen campesino y finalmente a Slobodan
Milosevic. Durante una cena hace años, cuentan que Slobo dijo que Djindjic no
le preocupaba nada porque era demasiado culto y refinado y el serbio de fuera
de Belgrado jamás le seguiría. Un filósofo que había estudiado en Belgrado y
encima en Alemania, en Constanza y Francfort, allí con Jürgen Habermas, jamás
recibiría el apoyo de la Serbia profunda. No fue así, y fueron cientos de miles
los serbios de provincias que acudieron a Belgrado a las manifestaciones que
encabezaba Djindjic y que acabaron con el régimen de Milosevic en octubre del
año 2000. Y fue Djindjic, ya como jefe de Gobierno, sin consultar al entonces
presidente de la República, Kostunica, aliado circunstancial antes y ya feroz
enemigo, quien sacó una noche a Milosevic de la cárcel, lo metió en un avión y
lo envió a La Haya. Por aquella acción, que no carecía de riesgo entonces y
quizá le haya costado ahora la vida, Djindjic se merecería un busto en la
entrada de la sede del recién estrenado Tribunal Penal Internacional. Era muy
ambicioso, valiente y mal adversario político. Pero los enemigos que él se
granjeó en los últimos años eran realmente lo peor y además multitud. La tupida
red de conexiones del crimen organizado con la policía corrupta, funcionarios
de empresas públicas amenazados por la reforma, leales a Milosevic, sicarios
del fascista Vojislav Seselj -hoy también en La Haya-, otros criminales de
guerra que temen su extradición, con Ratko Mladic a la cabeza, hace difícil
identificar a unos solos autores e instigadores. El legado envenenado del
régimen criminal y cleptócrata de Milosevic ha acabado con la vida de Djindjic.
Sólo cabe esperar que no acabe con las aspiraciones democratizadoras que
encarnaba. Porque no debe caber duda de que ésa es la intención de los
asesinos.
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