Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
23.10.02
COLUMNA
Pese al pudor a ser agoreros, debemos ser bastantes los que
intuimos que estamos en vísperas de tragedias mayores que las últimamente
habidas. Se anuncian tiempos tempestuosos en los que se nos quiere obligar a
hacer inmensas mudanzas en contra de todas las buenas recomendaciones de aquel
vasco español de Loyola, mitad monje y mitad soldado. En Nueva York, en Bali o
en Filipinas, en Jerusalén, en Bagdad o en cualquier otro punto del mundo, se
anuncian infinidad de tragedias individuales de gentes que mueren antes de
tiempo o ven morir a sus seres queridos, arder sus posesiones y desaparecer el
entorno en el que crecieron. Y se perfilan otras colectivas, que pueden liquidar
países y dinastías, pueblos y fronteras, costumbres y memorias. Se está
gestando una transformación general, muy probablemente violenta, de la que,
como sucedió tras la Gran Guerra de 1914, puede que emerja una civilización
distinta. Al menos en muy amplias regiones del planeta. Muchos van a perder los
mundos propios, como ya pasó en el siglo pasado. Habrá quienes, como Stefan
Zweig, pero también como miles de gentilhombres otomanos, campesinas alemanas
de Prusia o Bohemia, caudillos caucásicos, japoneses imperialistas o indios
norteamericanos, prefieran desaparecer persiguiendo a la muerte a su mundo a
sobrevivir en uno nuevo desconocido, inasimilable.
Si la guerra que ya está casi en marcha no logra frenarse -y
nadie tiene fuerza real para frenar a quien parece haberla convertido ya en su
Tabla de Mandamientos-, los peor parados pueden no ser los muertos. De ésos
hemos tenido decenas de millones en los últimos cien años, y todos reposan en
cementerios, fosas comunes, grutas cársticas o disueltos en los océanos. Pero
nuestras culturas han estado desde hace milenios bien acostumbradas a asumir la
tragedia de la guerra para recomponerse como naciones y sociedades con voluntad
de proseguir -con dolor y luto, pero siempre con la ilusión siquiera de una perspectiva
de esperanza- la aventura de la existencia como individuos en colectivos que
quieren y saben compartir el miedo y el amor.
Pero hay muchos temores fundados a que la guerra nueva sea
tan nueva que sus efectos lo sean más que ella misma y nos saquen de la órbita
de las relaciones humanas que han dictado la vida de gentes y pueblos desde que
existen. La guerra nueva tiene lo que algunos llaman 'visiones' porque sus
consecuencias finales irán con seguridad más allá que las intenciones iniciales
de quienes la inician. La guerra nueva quiere cambiar el mundo de golpe,
rompiendo equilibrios creados durante siglos de intercambio de intereses,
sabias mezquindades, doctas normas de relaciones entre enemigos y rivales,
medidos respetos a miedos y esperanzas propios y ajenos. La gran campaña que se
anuncia es una gran guerra para forzar la simplificación del mundo. Se propone
acabar con todas las incomodidades de la adaptación entre los hombres, las
culturas y las naciones, sus fuerzas y sus intereses, esas incomodidades y
fricciones que han sido siempre la fuente inagotable de sabiduría y
sensibilidad de la que hablaba Ivo Andric en su Puente sobre el rio Drina y
que se pueden resumir en el término 'civilización'. Ese objetivo de imponer la
armonía por la fuerza la han tenido otros antes. Siempre fracasaron. Pero las
consecuencias de la insensata aventura actual pueden ser tan terribles como
irreversibles.
Estamos, al parecer, ante una guerra que tiene un móvil
inicial razonablemente nimio y manido como es la liquidación de un sátrapa
asesino que dirige un país exhausto con un Ejército paupérrimo y probablemente
desleal. Su enemigo es la mayor potencia que jamás existió en el mundo, con un
poder militar superior al que suman los quince siguientes países ricos y armados
del mundo. Pero tras esta campaña legítima hay una 'visión' con objetivos mucho
más trascendentes, y no sólo para un caudillo tan brutal como patético como el
presidente iraquí ahora 'reelegido' por el 100% de su pueblo en un grotestco
desafío aritmético. La mayor potencia mundial quiere dejar de ser dependiente
de opiniones, decisiones e intereses que no sean los propios. En lo que
respecta a la principal fuente de energía mundial y en mucho más.
En la cocina de pensamiento de Washington no sólo ha cuajado
ya la idea, se ha impuesto la convicción, de que, ante los retos del siglo que
se abre, necesita disponer con una sola voz, la suya, de los recursos
existentes para liquidar de una vez con todas con la lógica milenaria de la
negociación en los casos de conflictos de intereses. Atrás quedaría toda la
cultura -occidental y oriental, europea, árabe y asiática, el propio cuenco de
la civilización- del paciente y lógico trasiego de exposición de voluntades y
paulatino acoplamiento de los mismos en un sentido global que honorara a todos,
penalizando al tramposo y falto de cordura, pero incorporando toda la suerte
de intereses y emociones de los demás, en permanente equilibrio para el mal
menor común.
Todo ese ingente esfuerzo que, desde la China y Mesopotamia,
nos ha llegado en milenios con la máxima más fértil jamás habida de que los
hombres y sus comunidades tienen diferencias que han de resolver sin que el uso
de las armas revierta en perjuicio de todos parece hundirse bajo el desprecio
de los más poderosos entre los poderosos. Nadie duda de que el uso de las armas
supondrá el fin de Sadam Husein. Pero muchos temen que el uso de las mismas nos
suponga a medio o largo plazo el maldito tiro de gracia a todo el mundo culto,
occidental u oriental, al pensamiento sofisticado y al universo de emociones y
sensibilidades que han hecho del mundo este complejísimo entramado. Existen hoy
serias tentaciones e intenciones de simplificarnos por la fuerza y de forma
expeditiva.
Tenemos el derecho a dudar que el camino emprendido, so
pretexto de un reordenamiento geoestratégico violento de Oriente Próximo, que
puede extenderse a toda Asia central y afectar mortalmente a Rusia y a Europa,
inflamar a la India y dinamitar Asia como si de una discoteca de Bali se
tratara, vaya a suponer otra cosa que una hecatombre humanitaria y el final de
una cultura de la ley y la sabiduría que pone coto a los instintos de la
arrogancia y la violencia. Una cultura que, recordemos, tuvo grandes valedores
en hombres como Thomas Jefferson y George Washington.
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