Por HERMANN TERTSCH
El País Jueves,
30.01.03
COLUMNA
Nadie debe esperar que el presidente norteamericano, George Bush; el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, o Condoleeza Rice, asesora nacional de Seguridad, se conmuevan con las opiniones de Jürgen Habermas, el filósofo hirsuto Peter Sloterdijk o el pensador y escritor ex sesentaiochista André Glücksmann. Ninguno de los tres miembros de la Administración norteamericana sabe quiénes son estos intelectuales europeos. Ni tienen el menor interés por conocerlos. Sus opiniones no cuentan en la toma de decisiones de Washington. Es lógico. Lo malo no es que todos estos intelectuales de la "Europa vieja" a la que aludió Rumsfeld no tengan voto. Lo malo es que EE UU y Europa hayan llegado a un punto de incomprensión mutua que parece no tener retorno. No pensamos ni sentimos lo mismo, respecto a la pena de muerte o las amenazas medioambientales, respecto a la defensa del débil ante el darwinismo económico ni ante el papel que la emoción religiosa ha de jugar en la cultura política. Tiempo hace desde que nuestra alianza de valores y principios se basa sólo en malentendidos o ambigüedades. Hay que remontarse a 1975, al Acta de Helsinki, para encontrar el último momento en que esta unión transatlántica habló, con sinceridad, con una sola voz.
Nadie debe esperar que el presidente norteamericano, George Bush; el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, o Condoleeza Rice, asesora nacional de Seguridad, se conmuevan con las opiniones de Jürgen Habermas, el filósofo hirsuto Peter Sloterdijk o el pensador y escritor ex sesentaiochista André Glücksmann. Ninguno de los tres miembros de la Administración norteamericana sabe quiénes son estos intelectuales europeos. Ni tienen el menor interés por conocerlos. Sus opiniones no cuentan en la toma de decisiones de Washington. Es lógico. Lo malo no es que todos estos intelectuales de la "Europa vieja" a la que aludió Rumsfeld no tengan voto. Lo malo es que EE UU y Europa hayan llegado a un punto de incomprensión mutua que parece no tener retorno. No pensamos ni sentimos lo mismo, respecto a la pena de muerte o las amenazas medioambientales, respecto a la defensa del débil ante el darwinismo económico ni ante el papel que la emoción religiosa ha de jugar en la cultura política. Tiempo hace desde que nuestra alianza de valores y principios se basa sólo en malentendidos o ambigüedades. Hay que remontarse a 1975, al Acta de Helsinki, para encontrar el último momento en que esta unión transatlántica habló, con sinceridad, con una sola voz.
Ninguno de los intelectuales franceses y alemanes que aquí
firman es un cavernícola antiamericano lastrado de prejuicios ideológicos
primitivos caricaturizables. Es gente genuinamente preocupada. Ninguno es
agente ni propagandista de un régimen canalla como el de Sadam Husein. Y todos
piensan mucho más allá de Irak. Porque cuando el régimen del sátrapa
mesopotámico haya desaparecido, Europa y los EE UU habrán de ver si vuelven al
régimen de dependencia del siglo pasado o entran en una fase de rivalidad en el
mundo globalizado que expondrá mejor sus intereses y valores distintos, muchas
veces enfrentados. Esta guerra que va a comenzar abre una nueva fase en la
civilización humana, como la Revolución Francesa y americana y como la Primera
Guerra Mundial. Los que aquí expresan sus angustias, pesares y esperanzas son
en su mayoría atlantistas que lloran por una América perdida en un absolutismo
ideológico del que huían en el siglo XVI los fundadores de esa gran nación.
Cruzaron el gran océano para alejarse de unas ideas que Europa repudió más
tarde y que ellos están refundando, en contra de todas las recomendaciones de
los fundadores de aquella gran democracia. Bush supo el martes conmover a su
pueblo. Asustó a los demás. Lo seguirán casi todos. Pero el Atlántico se
convierte definitivamente en abismo.
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