jueves, 3 de agosto de 2017

EL ADIÓS DEL SABIO DEL CASTILLO

Por HERMANN TERTSCH
El País  Lunes, 13.01.03

REPORTAJE

El Parlamento checo se reúne el miércoles para elegir al sustituto del presidente Václav Havel

Su pequeño grupo de disidentes luchó contra la dictadura en una profunda soledad

Ha fijado baremos insospechados para medir al estadista con vocación de servicio

Cuando el próximo miércoles se reúnan las dos cámaras del Parlamento checo para elegir al nuevo presidente de la República, lo harán conscientes de que están abocadas a una tarea imposible. Gane quien gane -no hay un claro favorito y es previsible que se requieran varias votaciones-, está claro que han de buscar sustituto para quien en realidad no lo tiene. Václav Havel tendrá un sucesor, pero nunca nadie que pueda ocupar su puesto allá arriba en el Hrad, en la milenaria fortaleza de Praga que se eleva sobre el río Vltava. Más de trece años hace desde aquellos días milagrosos de noviembre de 1989 en los que una impresionante multitud se lanzó a las calles para reclamar libertad y dignidad y, sin derramar una sola gota de sangre, acabó con el régimen comunista, que era ya un fantasma agonizante en su estulticia, corrupción, incompetencia y amoralidad.
El 29 de diciembre de aquel año, Havel se convertía en presidente de la República y prometía a checos y eslovacos el retorno a la comunidad de las sociedades libres, de la que había sido secuestrada, primero, por el nazismo alemán, y después, por el comunismo soviético. Aquellas semanas que pasaron a la historia europea como la revolución de terciopelo fueron un sueño memorable no sólo porque los checoslovacos se unían a los demás pueblos centroeuropeos en la demolición inapelable de la dictadura que había dividido a Europa, separando bajo la consigna de Yalta culturas y pueblos que habían convivido durante milenios. También lo fue porque, en una magnífica revocación de la selección negativa que imponen las dictaduras, eligieron como líder al ciudadano que consideraban unánimemente como el mejor. Donde semanas antes eran jefes incuestionables oscuros aparachiks encanallados, asumía el mando un príncipe de las letras y el pensamiento y un abanderado de la tolerancia, del compromiso ético y de la compasión.
No era tan paradójico que los ciudadanos checoslovacos se entusiasmaran en aquel momento histórico con un hombre cuya conducta en el pasado había diferido tanto de la mayoritaria. Porque Havel y el pequeño grupo de disidentes activos en Checoslovaquia habían luchado contra la dictadura en una profunda soledad, mucho mayor que la sufrida por disidentes bajo otros regímenes comunistas. Cuando Havel se reunía clandestinamente a finales de los setenta y en los ochenta en los montes Tatra con compañeros polacos en la lucha por la democracia, no podría sino envidiar el apoyo social al que podían recurrir en Polonia amigos suyos como Adam Michnik o Jacek Kuron. También ellos entraban y salían de la cárcel con frecuencia. Pero sabían que contaban con las simpatías y muchas veces ayuda de la población. En Checoslovaquia, la implacable y mezquina política de normalización impuesta tras la invasión de 1968 había logrado quebrar la moral de resistencia de la sociedad. Sumisión, resignación e impostura se habían convertido en mecanismos de supervivencia. El cinismo era virtud ciudadana en aquel país en el que mediocres e iletrados habían purgado el aparato de poder para aplastar toda la esperanza de reformas hacia un socialismo con rostro humano como las que habían osado las mejores cabezas comunistas bajo Alexandr Dubcek. Éste acabó de guardabosques en su Eslovaquia natal. Otros políticos, periodistas o intelectuales sobrevivieron veinte años como carboneros, peones rurales o urbanos o distribuidores de barriles de cerveza como el propio Havel, ante la indiferencia, real o simulada, y en todo caso el silencio de una población dominada por el miedo a cualquier conflicto con el poder.
De ahí que el encumbramiento de Havel a líder de la revolución democrática tuviera mucho que ver con la necesidad de la sociedad checoslovaca de espantar o reprimir la mala conciencia por la sumisión mostrada tanto tiempo al grotesco régimen que, en noviembre de 1989 se desmoronaba como un castillo de naipes. Pronto se volvió a demostrar, como en tantas pretéritas revoluciones, que los sueños colectivos de excelencia tienen corta vida. Y que, por lo general más bien pronto, se imponen intereses, emociones y ambiciones mucho más prosaicas que las que Havel simbolizaba. Los pueblos no están formados -¡qué se le va a hacer!- de poetas y pensadores. Quizás sea mejor, porque la creencia romántica centroeuropea de que podía ser así no generó en el pasado más que monstruos.
En Praga pronto aparecieron los Václav Klaus y los Milos Zeman, políticos auténticos, prácticos en demasía y para nada líricos, que durante el comunismo habían guardado prudentísimo silencio, no conocían las cárceles pero sí la naturaleza del ser humano a ras de tierra, lejos de toda sublimidad y dispuesta a olvidar todo lo que la pueda inquietar o poner en triste evidencia.
Havel siempre creyó que no se llamaba a engaño. Pero no pudo evitar decepcionarse ni caer en ocasiones en la ira de quien se fuerza a entender a los enemigos mientras estos desprecian ese ejercicio y aprovechan las debilidades que la generosidad siempre acaba manifestando. Havel, demasiado sabio para odiar algo más que el enanismo moral que tan solo le había dejado en su patria antes de 1989, se volvió a ver pronto rodeado por las trincheras de la insidia, de la arrogancia, el despecho y el rencor de quienes le acusaban de saberse un alma distinta. No pudo evitar que el nacionalismo eslovaco despertara el nacionalismo checo y ambos acabaran con la república fundada por Masaryk, a la que había jurado defender. Y tuvo que ver cómo moría, víctima de un cáncer, su inolvidable e inseparable compañera durante décadas de lucha, su mujer Olga Splichalova, tan valiente, inteligente y generosa como él. Después fue él quien enfermó, envenenado por una afición disparatada al tabaco, en la que competía con sus amigos y conspiradores cómplices en la lucha por la libertad que son los polacos Michnik y Kuron. Hace un par de años, en una de sus habituales estancias de reposo en Lanzarote, invitado por su muy admirado rey de España, Juan Carlos I, decía que Canarias y la Monarquía española estaban alargando su vida lo suficiente como para finalizar su último mandato como presidente de la República, "aunque eso pueda molestar a algún compatriota mío". Así ha sido. Está enfermo y cansado y probablemente algo triste por el mal trato que, por parte de muchos checos, ha recibido su segunda mujer, Dagmar Veskrnova, una ex actriz cuya antigua imagen frívola nada tiene que ver con su papel real como la continuadora de la labor protectora que durante tanto tiempo realizó la desaparecida Olga.
Con el mutis de Václav Havel, este gran europeo que no ha dejado de pensar en las tentaciones del poder, en la miseria de las ambiciones fatuas y en los grandes misterios que, mucho más allá de la política, hacen del ser humano y su organización social, del mundo, sus tristezas y alegrías, de la persistencia de las emociones y trascendencia en las profundidades que dibujan vínculos incomprendidos entre la vida y la muerte, todos quienes crean en el crecimiento espiritual del hombre tienen algo que lamentar y mucho de que alegrarse. Havel ha cumplido lo prometido. Y más. Los checos, un pueblo tanto tiempo humillado y silenciado, es un miembro de pleno derecho del gran proyecto de la comunidad europea de valores. Pero, además, Havel ha establecido baremos insospechados por los que medir al estadista con vocación total de servicio y al hombre que, con la reflexión, la tolerancia y la compasión por bandera, se decide desde la peligrosa atalaya del poder a llamar a su gente y al mundo entero a una comunión con los derechos humanos que va mucho más allá que los biempensantes mensajes de acabar con la omnipresente crueldad entre nosotros. "Los derechos humanos no suponen nada mientras no se deriven del respeto al milagro del ser, el milagro del universo, de la naturaleza y de nuestra propia existencia. Es nuestra conciencia de estar enraizados en el mundo y el universo, de no estar solos con nosotros mismos, sino ser parte de una entidad superior y misteriosa contra la que no conviene blasfemar", como dijo en su memorable reflexión sobre "la necesidad de trascendencia en el mundo moderno". Havel se va. Quizás a Lanzarote a prolongar su vida. Es momento por tanto de que sienta la gratitud de todos aquellos, checos, europeos, humanos, que están convencidos de que este hombre nos ha hecho, con su palabra y sus hechos, mejores personas.

Václav Havel, durante unas vacaciones en Lanzarote hace un año. EFE

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