Por HERMANN TERTSCH
El País Lunes,
13.01.03
REPORTAJE
El Parlamento checo se reúne el miércoles para elegir al
sustituto del presidente Václav Havel
Su pequeño grupo de disidentes luchó contra la dictadura en
una profunda soledad
Ha fijado baremos insospechados para medir al estadista con
vocación de servicio
Cuando el próximo miércoles se reúnan las dos cámaras del
Parlamento checo para elegir al nuevo presidente de la República, lo harán
conscientes de que están abocadas a una tarea imposible. Gane quien gane -no
hay un claro favorito y es previsible que se requieran varias votaciones-, está
claro que han de buscar sustituto para quien en realidad no lo tiene. Václav
Havel tendrá un sucesor, pero nunca nadie que pueda ocupar su puesto allá
arriba en el Hrad, en la milenaria fortaleza de Praga que se eleva sobre el río
Vltava. Más de trece años hace desde aquellos días milagrosos de noviembre de
1989 en los que una impresionante multitud se lanzó a las calles para reclamar
libertad y dignidad y, sin derramar una sola gota de sangre, acabó con el
régimen comunista, que era ya un fantasma agonizante en su estulticia,
corrupción, incompetencia y amoralidad.
El 29 de diciembre de aquel año, Havel se convertía en
presidente de la República y prometía a checos y eslovacos el retorno a la
comunidad de las sociedades libres, de la que había sido secuestrada, primero,
por el nazismo alemán, y después, por el comunismo soviético. Aquellas semanas
que pasaron a la historia europea como la revolución de terciopelo fueron
un sueño memorable no sólo porque los checoslovacos se unían a los demás
pueblos centroeuropeos en la demolición inapelable de la dictadura que había
dividido a Europa, separando bajo la consigna de Yalta culturas y pueblos que
habían convivido durante milenios. También lo fue porque, en una magnífica
revocación de la selección negativa que imponen las dictaduras, eligieron como
líder al ciudadano que consideraban unánimemente como el mejor. Donde semanas
antes eran jefes incuestionables oscuros aparachiks encanallados,
asumía el mando un príncipe de las letras y el pensamiento y un abanderado de
la tolerancia, del compromiso ético y de la compasión.
No era tan paradójico que los ciudadanos checoslovacos se
entusiasmaran en aquel momento histórico con un hombre cuya conducta en el
pasado había diferido tanto de la mayoritaria. Porque Havel y el pequeño grupo
de disidentes activos en Checoslovaquia habían luchado contra la dictadura en
una profunda soledad, mucho mayor que la sufrida por disidentes bajo otros
regímenes comunistas. Cuando Havel se reunía clandestinamente a finales de los
setenta y en los ochenta en los montes Tatra con compañeros polacos en la lucha
por la democracia, no podría sino envidiar el apoyo social al que podían
recurrir en Polonia amigos suyos como Adam Michnik o Jacek Kuron. También ellos
entraban y salían de la cárcel con frecuencia. Pero sabían que contaban con las
simpatías y muchas veces ayuda de la población. En Checoslovaquia, la implacable
y mezquina política de normalización impuesta tras la invasión de
1968 había logrado quebrar la moral de resistencia de la sociedad. Sumisión,
resignación e impostura se habían convertido en mecanismos de supervivencia. El
cinismo era virtud ciudadana en aquel país en el que mediocres e iletrados
habían purgado el aparato de poder para aplastar toda la esperanza de reformas
hacia un socialismo con rostro humano como las que habían osado las
mejores cabezas comunistas bajo Alexandr Dubcek. Éste acabó de guardabosques en
su Eslovaquia natal. Otros políticos, periodistas o intelectuales sobrevivieron
veinte años como carboneros, peones rurales o urbanos o distribuidores de
barriles de cerveza como el propio Havel, ante la indiferencia, real o
simulada, y en todo caso el silencio de una población dominada por el miedo a
cualquier conflicto con el poder.
De ahí que el encumbramiento de Havel a líder de la
revolución democrática tuviera mucho que ver con la necesidad de la sociedad
checoslovaca de espantar o reprimir la mala conciencia por la sumisión mostrada
tanto tiempo al grotesco régimen que, en noviembre de 1989 se desmoronaba como
un castillo de naipes. Pronto se volvió a demostrar, como en tantas pretéritas
revoluciones, que los sueños colectivos de excelencia tienen corta vida. Y que,
por lo general más bien pronto, se imponen intereses, emociones y ambiciones
mucho más prosaicas que las que Havel simbolizaba. Los pueblos no están
formados -¡qué se le va a hacer!- de poetas y pensadores. Quizás sea mejor,
porque la creencia romántica centroeuropea de que podía ser así no generó en el
pasado más que monstruos.
En Praga pronto aparecieron los Václav Klaus y los Milos
Zeman, políticos auténticos, prácticos en demasía y para nada líricos, que
durante el comunismo habían guardado prudentísimo silencio, no conocían las
cárceles pero sí la naturaleza del ser humano a ras de tierra, lejos de toda
sublimidad y dispuesta a olvidar todo lo que la pueda inquietar o poner en
triste evidencia.
Havel siempre creyó que no se llamaba a engaño. Pero no pudo
evitar decepcionarse ni caer en ocasiones en la ira de quien se fuerza a
entender a los enemigos mientras estos desprecian ese ejercicio y aprovechan
las debilidades que la generosidad siempre acaba manifestando. Havel, demasiado
sabio para odiar algo más que el enanismo moral que tan solo le había dejado en
su patria antes de 1989, se volvió a ver pronto rodeado por las trincheras de
la insidia, de la arrogancia, el despecho y el rencor de quienes le acusaban de
saberse un alma distinta. No pudo evitar que el nacionalismo eslovaco
despertara el nacionalismo checo y ambos acabaran con la república fundada por
Masaryk, a la que había jurado defender. Y tuvo que ver cómo moría, víctima de
un cáncer, su inolvidable e inseparable compañera durante décadas de lucha, su
mujer Olga Splichalova, tan valiente, inteligente y generosa como él. Después
fue él quien enfermó, envenenado por una afición disparatada al tabaco, en la
que competía con sus amigos y conspiradores cómplices en la lucha por la
libertad que son los polacos Michnik y Kuron. Hace un par de años, en una de
sus habituales estancias de reposo en Lanzarote, invitado por su muy admirado
rey de España, Juan Carlos I, decía que Canarias y la Monarquía española
estaban alargando su vida lo suficiente como para finalizar su último mandato
como presidente de la República, "aunque eso pueda molestar a algún
compatriota mío". Así ha sido. Está enfermo y cansado y probablemente algo
triste por el mal trato que, por parte de muchos checos, ha recibido su segunda
mujer, Dagmar Veskrnova, una ex actriz cuya antigua imagen frívola nada tiene
que ver con su papel real como la continuadora de la labor protectora que
durante tanto tiempo realizó la desaparecida Olga.
Con el mutis de Václav Havel, este gran europeo que no ha
dejado de pensar en las tentaciones del poder, en la miseria de las ambiciones
fatuas y en los grandes misterios que, mucho más allá de la política, hacen del
ser humano y su organización social, del mundo, sus tristezas y alegrías, de la
persistencia de las emociones y trascendencia en las profundidades que dibujan
vínculos incomprendidos entre la vida y la muerte, todos quienes crean en el
crecimiento espiritual del hombre tienen algo que lamentar y mucho de que alegrarse.
Havel ha cumplido lo prometido. Y más. Los checos, un pueblo tanto tiempo
humillado y silenciado, es un miembro de pleno derecho del gran proyecto de la
comunidad europea de valores. Pero, además, Havel ha establecido baremos
insospechados por los que medir al estadista con vocación total de servicio y
al hombre que, con la reflexión, la tolerancia y la compasión por bandera, se
decide desde la peligrosa atalaya del poder a llamar a su gente y al mundo
entero a una comunión con los derechos humanos que va mucho más allá que los
biempensantes mensajes de acabar con la omnipresente crueldad entre nosotros.
"Los derechos humanos no suponen nada mientras no se deriven del respeto
al milagro del ser, el milagro del universo, de la naturaleza y de nuestra propia
existencia. Es nuestra conciencia de estar enraizados en el mundo y el
universo, de no estar solos con nosotros mismos, sino ser parte de una entidad
superior y misteriosa contra la que no conviene blasfemar", como dijo en
su memorable reflexión sobre "la necesidad de trascendencia en el mundo
moderno". Havel se va. Quizás a Lanzarote a prolongar su vida. Es momento
por tanto de que sienta la gratitud de todos aquellos, checos, europeos,
humanos, que están convencidos de que este hombre nos ha hecho, con su palabra
y sus hechos, mejores personas.
Václav Havel, durante unas vacaciones en Lanzarote hace un
año. EFE
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