Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
02.10.02
COLUMNA
Todo parece haberse puesto en movimiento en este principio
del milenio, y siempre en la deriva hacia el miedo. Hace 15 años, las
democracias surgían en el mundo con tanto ímpetu como la voluntad de los
Estados y sus dirigentes de coordinar sus posiciones y actuaciones para mayor
seguridad y bienestar de sus ciudadanos. El optimismo era rampante, y hasta en
los rincones más pobres del planeta se especulaba con la mejoría de las
existencias, como si de un determinismo histórico se tratase. En el año 2002 el
mundo es otro. Parece que los peores presagios de las cocinas anunciadoras de
catástrofes se tornan ciertos, las democracias se quiebran, las medidas de
excepción que suspenden derechos ciudadanos se multiplican, los conflictos
armados se multiplican y las amenazas proliferan. La convivencia política en el
mundo, en los diversos continentes e incluso en pequeños y medianos países como
el nuestro, no es que parezcan ya regirse por profecías de Nostradamus, parecen
manías de Nosferatu.
Una superpotencia, la única del mundo, infinitamente más
poderosa que todo el resto de los grandes países juntos, va a lograr lanzar a
todo el mundo desarrollado a una guerra que ganará frente al enemigo designado,
Sadam Husein, pero que todos saben puede hacer estallar a más de un tercio de
la superficie mundial y afectar, dramáticamente, a las otras dos terceras
partes. Todos saben que las destrucciones tienen gran probabilidad de ser
encadenadas una a la otra, la de Irak a la de Arabia Saudí, la de Kuwait a la
de Jordania y todas ellas a la de un Estado de Israel que antes habrá utilizado
sus armas nucleares para hacer de todo Oriente Próximo y Medio un inmenso
infierno en el que ninguna reacción será ya previsible y ninguna consecuencia
calculable, la desesperación y la humillación habrán llevado el odio hasta el
éxtasis. Toda Eurasia puede convertirse en zona de inestabilidad permanente.
Todos saben cuáles pueden ser estas consecuencias de una
acción que obedece, paradójicamente, a pocas voluntades, pero son muy escasos
los estadistas, fuera de Washington, que creen tener algo que decir en un
escenario internacional tan escorado en el que personajes como Donald Rumsfeld,
Paul Wolfowitz o Condoleezza Rice son ya dei ex machina que condenan
y sentencian y tachan de traición cualquier salvedad o reserva que se ose hacer
a sus planes tanto en EE UU como en el exterior.
Irak tiene un régimen delincuente que merece desaparecer.
Pero resulta a medio plazo insufrible y contraproducente que los 'Ukaz' de
Washington en esta campaña se vayan convirtiendo en hechos consumados sin que
los aliados puedan hacer alusiones sin ser objeto de admonición, amenaza o
chantaje, como ha sucedido cuando el Gobierno alemán ha mostrado sus
discrepancias.
Las humillaciones son muchas. Aunque las diversas clases
políticas europeas, árabes o asiáticas intenten ignorarlas y sean sus
sociedades las que las perciben y sufren. Y las que, recordándolas, serán la
peor amenaza para la seguridad norteamericana en el futuro. Así, la
superpotencia ha logrado imponer a la Unión Europea, a la gran alianza
supranacional del Viejo Continente, resultado del proceso de fusión pacífica de
naciones de más éxito en la historia, una cláusula de excepción por la que sus
ciudadanos quedan al margen de unas leyes en la Corte Penal Internacional que
intentan imponerse para todo el planeta como elemento disuasivo de actuaciones
criminales. Dicen los europeos que se logra un buen compromiso. No hay buena
ley no aplicable a todos. Y no hay buena relación de sumisión. El realismo es
bueno. Pero si se convierte en obsesión de obediencia, es deslealtad ante todo
hacia los propios ciudadanos. Y si la obediencia lleva a la aventura bélica sin
fin cierto, esa deslealtad ya merece otro nombre.
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