Por HERMANN TERTSCH
El País Martes,
10.12.02
EL FUTURO DE EUROPA
La entrevista más larga de su vida se la dio Benito
Mussolini al periodista estrella alemán de la época, Emil Ludwig. Durante dos
meses, mayo y abril de 1932, Il Duce mantuvo decenas de encuentros
con Ludwig en su despacho en el Palazzo Venecia. El resultado fue un libro de
la editorial Zsolnay, de Berlín, que contiene frases de Mussolini que son joyas
legadas a la historia por el primer gran dictador europeo. Hitler era entonces
poco más que un proyecto.
Hablando de Europa, Ludwig pregunta: "Si el sistema
capitalista está en crisis, si está en juego todo el sistema, ¿por qué no funda
usted Europa? Napoleón lo intentó. Briand lo intentó y está muerto. A usted le
corresponde el legado. El desarrollo de esa idea nos comprometería a todos con
esta magnífica empresa. ¡Mussolini, fundador de Europa!". En voz baja y
con frialdad, éste respondió: "No ha llegado el momento. Faltan nuevas
revoluciones que conformen el nuevo tipo del europeo". Mussolini tenía
razón.
Las revoluciones llegaron. Primero, la toma de poder nazi en
Alemania y la Guerra Civil española; después, la Segunda Guerra Mundial, con
sus decenas de millones de muertos. Entonces estalló la revolución del pavor y
la incomprensión de las conciencias al saberse en todo el mundo que los nazis
habían inventado el genocidio industrial y nos habían arrebatado la ilusión de
que todos los seres humanos tienen un fondo, por hondo que esté, de compasión.
Hiroshima y Nagasaki fueron la revolución del miedo al
átomo. Entonces llegó la guerra fría y cayó bruscamente desde el Báltico hasta
el Mediterráneo el telón de acero que Churchill había anunciado. Europa dejó de
ser aquel continente del que hablaba cincuenta años antes el escritor Joseph
Roth, en el que un vendedor de castañas o un maestro cantero podía recorrer
todos los años en busca de clientes o trabajo sin encontrar un obstáculo ni
necesitar pasaporte. Durante décadas, dos Europas vivieron separadas por minas
y alambres de espino y enfrentadas por orden superior. Pero llegaron otras
revoluciones, más o menos espectaculares.
En Helsinki en 1975, la Europa sovietizada y su patrón, la
URSS, decidieron aceptar ciertos valores de la Europa Occidental ya casi toda
plenamente libre con la democratización de España, Grecia y Portugal. Quince
años después, la división maldita de Yalta había desaparecido con la revolución
en el Este.
En Copenhague, esta semana, la Unión Europea da oficialmente
por concluidas las revoluciones pendientes para la creación del "nuevo
tipo de europeo". Tras decenas de millones de muertos e infinito
sufrimiento, los Estados de la Europa rica abren las puertas a los demás
pueblos tan europeos como ellos, pero mucho menos afortunados. Se las abren al proyecto
político de unión multinacional más valiente y de mayor éxito de la historia.
No haber dado el paso nos habría lanzado por la vertiente de la incertidumbre,
y en algunas regiones, con seguridad, de la guerra. Los problemas, ahora
conjuntos, seguirán ocupando y preocupándonos. Pero con todos los errores,
egoísmos y mezquindades habidos en el largo camino recorrido, esta ampliación
de la EU, como posteriores adhesiones posibles, es motivo de inmenso orgullo
para todos estos "europeos de nuevo tipo" tan distintos del que
auguraba y deseaba Mussolini.
Como inmensa debe ser la gratitud a todos aquellos que desde
muy poco después de acabar la larga orgía de sangre desde 1936 a 1945, y en
aras de la paz y la libertad, comenzaron a construir un sueño que ahora es una
realidad.
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