Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
11.12.02
CEREMONIA DE ENTREGA DE LOS NOBEL 2002
Escribe sobre el horror sin miedo y sobre la maldad y la
belleza sin sentimentalismo
Cuenta Imre Kertész, quien ayer recibió feliz un Premio
Nobel con el que jamás había soñado -a diferencia de tantos otros escritores
que lo esperan año tras año- que decidió ser escritor un día allá por el año
1955, poco después de morir Stalin, cuando caminaba por un pasillo oscuro de un
edificio anónimo de Budapest y oyó detrás de él los pasos uniformes, anodinos,
de un grupo que le seguía a poca distancia. No miró hacia atrás, sino que hizo
un esfuerzo por imaginarse a los individuos que iban detrás de él. Los vio como
gregarios, conformistas, sin memoria y resignados. Se dio cuenta de que eran
exactamente lo que él jamás querría ser. Se apartó de inmediato a un lado y los
dejó pasar de largo hasta perderlos de vista. "Ese día me convertí en
escritor".
Hacía entonces diez años desde que había regresado a Hungría,
su país natal, que nunca patria, de su peregrinaje por tres campos de
exterminio, Auschwitz, Zeitz y Buchenwald. Y llevaba ya ocho viviendo bajo otro
régimen totalitario, de muchas similitudes con el que había exterminado a su
familia y a él lo había dejado vivo poco menos que por falta de organización.
El régimen nazi había sucumbido en doce años, pero el comunista se prometía por
entonces para la eternidad. Pero Kertész se salió de la fila, del paso anodino
decretado y comenzó su íntima rebelión contra todo aquello que había adivinado
en los pasos anónimos y su triste ritmo. Comenzó a escribir y a recordar, cada
vez con más fuerza. Empezó, ya como un adulto de 26 años, a diseccionar sus
pasadas vivencias en el infierno, que observó con los cándidos ojos de un chico
de catorce años, y a escrutar las presentes en el purgatorio que era aquel
régimen que combinaba estulticia, sumisión y crimen, mentira e incompetencia.
Quince años estuvo escribiendo su primera obra, la que
finalmente le lanzaría muchos años más tarde a la fama, Sin destino. En
esos años se deshizo de toda tentación a resignar y renegó para siempre de la
amargura que atenazó las vidas de tantos supervivientes del holocausto. Se casó
con Albina, otra judía húngara que también había dejado atrás en Auschwitz a
toda su familia. Albina murió de cáncer, pero él siguió escribiendo, sin
resignar, y encontró a su actual mujer, que había vuelto a Hungría de Estados
Unidos, adonde había huido con su familia tras la revolución de 1956.
Kertész escribe desde la "zona cero" de la
humanidad, desde ese fondo infinito que se tragó, en grandes campos con
chimeneas rodeados de torretas y alambre de espino, como dice él, todas las
conquistas de la Ilustración. El hombre, en su absoluta arrogancia, había creído
que su acercamiento a lo bueno, bello y auténtico era irreversible. Y tuvo que
llegar el siglo XX para demostrarle lo vanas que eran esas ilusiones. El
conocimiento de la capacidad del ser humano de acometer -como un ejercicio más
en la banalidad de la existencia- el mal absoluto cambió el mundo. Cambió la
visión que la humanidad tiene de sí misma y cambió todas las manifestaciones
con vocación de trascendencia como el arte y la literatura. Quien busque
conocimiento sobre el ser humano tiene que intentar sumergirse, guiado por la
memoria de los supervivientes, en las grutas del horror porque es en ellas
donde se descubren ciertas esencias muy humanas que antes del holocausto jamás
nadie siquiera supo imaginar. Los infiernos eran antes patrimonio de los dioses
hasta que seres humanos muy normales, incluso mediocres, supieron arrebatarles
el monopolio. Desde entonces nada puede ser igual, como dijo Theodor Adorno
poco después de abrirse los campos de exterminio. Hoy que las víctimas
supervivientes y los verdugos van muriendo y los testigos son menos cada día
que pasa, la literatura de Kertész es una maravillosa guía de memoria que
explica por qué nada en el mundo puede volver a ser como fue antes de lo que
sucedió. Porque pasó y nada puede recomponer la civilización de la inocencia.
En Sin destino, el Kadish o Fiasco, escribe sobre
ese horror sin miedo y sobre la maldad y la belleza sin sentimentalismo.
Siempre solo en su afán por interpretar la naturaleza humana, por buscar en sus
relatos otros ángulos que reflejen, no expliquen, lo inexplicable. Ayer este
judío no judío, este húngaro no húngaro, este individuo que abandonó el ritmo
del paso monótono en su terca lucha contra la resignación propia y ajena y ha
sabido ser feliz haciendo literatura, era más feliz que nunca porque sabía a la
memoria de quiénes dedicar este su gran triunfo.
El rey Carlos Gustavo de Suecia, derecha, entrega a Kertész
el diploma. AP
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