El País Martes,
12.07.05
COLUMNA
Ayer se conmemoró en Bosnia el trágico asalto a una pequeña
ciudad, Srebrenica. El resultado del mismo, hace ahora diez años, lo conocen
todos. Al menos 8.000 hombres, niños y ancianos fueron ejecutados y enterrados
como perros en fosas comunes. Aquella ciudad llevaba entonces tres años
resistiendo en unas condiciones terroríficas, al igual que la capital del país,
Sarajevo. El Ejército serbio y los paramilitares a sus órdenes no querían solo
tomar Sarajevo, Srebrenica y Tuzla. Ya lo habían logrado en Foca, donde
ejecutaron a gran parte de los hombres sobre el puente del río Drina y lanzaron
los cadáveres al agua. Esto mismo habían hecho en Kostelnica, donde río abajo
las corrientes jugaban con los muertos flotantes como en la nueva película de
Spielberg La guerra de los mundos. ¡Ay de las ciudades, ese escenario
de encuentro en los valles y junto a los grandes ríos y costas amables donde la
comunicación permite a los hombres juntarse para intercambiar experiencias y
noticias, mercancías y sentimientos! Sus enemigos las odian porque en ellas
surge hace miles de años la riqueza de la comunicación y la libertad y dignidad
del individuo, porque en ellas es tan difícil imponer verdades únicas y la peor
represión nunca puede evitar complicidades humanas entre gentes de diversa
procedencia, religión y etnia. Allí todo se mezcla y nada queda en estado puro.
Las odiaban los fanáticos de la tribu que dirigían Ratko
Mladic y Radovan Karadzic como las detestan en el fondo todos los nacionalismos
que no por casualidad idealizan la vida primitiva en el campo y las amables
arcadias de quienes piensan y sienten todos igual. Siempre fueron objetivo de
todos los que quieren imponer la tiranía. Los ciudadanos siempre han sido los
peores súbditos. Lo sabía Slobodan Milosevic, a quien derribaron los
belgradenses con el apoyo de los habitantes de la otra ciudad serbia que es
Nis. Como lo sabían Mao Zedong y Pol Pot, que exterminaron a sus burguesías. La
ciudad siempre genera pecado e ideas disolutas y disolventes, que se juntan o
enfrentan y generan otras que a su vez plantean preguntas, fomentan la
curiosidad y crean lazos humanos en constante ampliación y movimiento. La
ciudad es la libertad y tiene otra vez muchos enemigos fuera de sus muros
imaginarios, pero también dentro de la fortaleza civilizadora.
Londres es la ciudad por antonomasia. Allí, junto al Támesis
que lleva a todos los mares del mundo, se ha inventado mucho de lo que hoy
constituye el mundo moderno. La megápolis del comercio, la industria
y las comunicaciones ha sido también la cuna de la democracia y el bastión de
la misma en los peores momentos para la sociedad abierta. En Londres, los
enemigos de nuestra civilización de ciudades nos han atacado a todos y lo han
hecho con bombas en las arterias de nuestra cultura de la movilidad, de la
comunicación e información, de nuestra libertad.
No es en realidad nada distinto, salvo en su carga
simbólica, a lo que nuestro enemigo moderno, el terrorismo, lleva haciendo ya
años. Ayer, el presidente de Colombia, Álvaro Uribe, de visita en Madrid, otra
ciudad castigada por quienes quieren doblegar la voluntad y el desafío
ciudadano, tenía toda la razón al considerar uno de sus mayores éxitos el restablecimiento
de las comunicaciones entre las ciudades y el regreso a las mismas de sus
alcaldes antes huidos ante el terrorismo de las FARC. Si las ciudades pueden
defenderse, la democracia siempre estará a salvo por mucho dolor que puedan
causar sus enemigos. Por eso los ciudadanos han de defenderse con firmeza tanto
de sus enemigos como de quienes les sugieren claudicar con cantos de sirena
sobre la paz perpetua e imposibles conciliaciones. Ninguna democracia puede hoy
permitirse ninguna paz que no pase por la derrota del terrorismo, su enemigo
mortal. Porque hunde su dignidad y libertad y la convierte en rehén, esto sí a
perpetuidad, de quienes la quieren destruir con bombas o rendición encubierta.