El País Martes,
28.12.04
COLUMNA
Víktor Yúshenko es, por supuesto, el principal vencedor de
las elecciones celebradas el pasado domingo en Ucrania. Ha ganado con
rotundidad a un rival, Víktor Yanukóvich, que sabía que en buena lid sus
posibilidades eran nulas. Los fraudes habidos en las dos vueltas de las
elecciones frustradas fueron tan evidentes y obscenos precisamente por la falta
de seguridad del mediocre Yanukóvich de poder cumplir con lo que le había
encargado el presidente saliente, Leonid Kuchma, que no era otra cosa que
garantizar la continuidad en el poder a la alianza entre el aparato comunista
de seguridad y administración de Kiev y las diversas mafias ucranias y rusas.
"Sobreactuó" -como se dice ahora- en la estafa. Y
con su burda actuación de intimidación mafiosa en los colegios electorales y de
grotescos recuentos dejó en evidencia a todos. Ante todo a sus protectores, que
eran Kuchma y el presidente ruso, Vladímir Putin. Ambos dieron por buenos los
resultados de aquel gigantesco engaño y ambos tuvieron que reconocer después
que la farsa en farsa quedaba y que habría que volver a votar. Ahora el
resultado ha otorgado la presidencia a un hombre al que Putin, Kuchma y
Yanukóvich han tachado en innumerables ocasiones de traidor y de espía
occidental, al que ellos quisieron estafar y al que algunos envenenaron con
dioxina. Dado que es improbable que Yúshenko fuera envenenado por sus
seguidores, hay que pensar que entre sus enemigos alguien recurrió a esta
solución imaginativa ante el temor, perfectamente justificado, de que
Yanukóvich resultara ser un incapaz incluso para perpetrar un fraude un poco
sofisticado.
Pero quien más pierde no es Yanukóvich, que, al fin y al
cabo, era poco menos que un lacayo de hombres poderosos bastante más pulidos.
Ni siquiera Kuchma, que, si comienza a ver excesivo interés de Yúshenko y su
equipo en indagar en su pasado, el origen de su fortuna familiar y su
implicación en desapariciones y ajustes de cuentas, tiene casa pagada y cuenta
en Moscú. El gran perdedor ante el triunfo de la voluntad popular es Putin, que
se equivocó esta vez pensando que Europa y EE UU también le aceptarían esta
gamberrada y entenderían como en tantas ocasiones del pasado reciente que el Kremlin
puede ser un poco tosco en las formas, pero tiene un fondo tierno y demócrata.
En Rusia, Putin ha puesto ya fin al proceso hacia la democracia y la
transparencia. A muchos en Occidente no les parece mal y tienen sus buenas
razones. Siglos de Iglesia ortodoxa, zarismo y comunismo han mantenido a la
masa del pueblo ruso al margen de la noción de responsabilidad individual. Sin
un poder central fuerte y mecanismos claros y contundentes, la
desestabilización de este gigante sería cuestión de tiempo -poco- y pondría en
grave peligro la seguridad europea. Putin ha demostrado sobradamente que Europa
occidental no tiene nada que temer de su régimen autoritario. Por eso nadie ha
dicho nada cuando ha abolido las elecciones a gobernadores de las repúblicas y decidido
que es más fácil que los elija él mismo.
Pero un zarismo más o menos ilustrado en Rusia nada tiene
que ver (¿o sí?) con los intentos de Putin de recomponer un imperio a costa de
las libertades de los vecinos. Se toleró que apadrinara la dictadura en
Bielorrusia. Pero en Ucrania, en este limes de Europa, se libra la
gran lucha entre el oscurantismo y el poder vertical de la ortodoxia, del nuevo
zar y del comunismo mafioso y la democracia occidental de una sociedad abierta
y articulada horizontalmente. Bruselas -felicidades- y Washington lo vieron a
tiempo. Le dijeron al zar que por ahí no pasaban. Y ganó la sociedad abierta
esta primera batalla. Pero atentos, porque el pulso continuará mientras Rusia
no se libere de mil años de historia. Los que nos alegramos por la victoria en
Ucrania no lo veremos.
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