El País Martes,
03.05.05
COLUMNA
En pocas semanas, el Gobierno de Ankara ha logrado malograr
gran parte de los espectaculares avances que había realizado en su afán por
ingresar en un futuro previsible en la Unión Europea. Así es, mal que nos pese
a quienes creemos que la incorporación de Turquía a Europa es una de las
grandes apuestas geopolíticas del siglo que comienza y que, pese a sus
dificultades y riesgos, puede suponer una baza fundamental para extender los
valores de la democracia, los derechos humanos y el Estado de derecho hacia la
región del Cáucaso y Oriente Medio, los dos principales focos de conflicto, de
inseguridad y de terrorismo del mundo. Sin avances en la pacificación y en la
generación de sociedades civiles en el Cáucaso y Oriente Medio, el siglo
estará, en todo caso para los europeos, marcado por "el discurso del
odio" del que habla André Glucksmann en su último libro (Taurus). Es
decir, las próximas generaciones vivirán atenazadas por el terrorismo, la
sangre, el miedo y la regresión en las libertades que las democracias habrán de
asumir en su autodefensa, como advierte otro gran libro aparecido recientemente
en España, éste de Michael Ignatieff (El mal menor, Taurus).
El origen de este rápido desafecto entre la UE y Turquía
después de años de acercamiento está en parte en las reacciones airadas de
Turquía a la creciente prevención u oposición a su ingreso por parte de algunos
Estados de la UE, que ha despertado un nacionalismo antieuropeísta que es menos
islamista que laico. Pero la causa principal está, como suele pasar tanto en el
Viejo Continente, en la historia. El pasado 24 de abril se cumplió el 90º
aniversario del comienzo del genocidio de los armenios por parte de las tropas turcas.
Murieron más de millón y medio durante una simulada deportación cuyo fin era el
exterminio de los armenios del este de Anatolia. El hecho de que 90 años
después un Gobierno democrático turco se sienta aún incapaz de reconocer y
lamentar unos hechos perfectamente probados le resta mucha más credibilidad de
lo que Ankara cree. El que encima haya hecho una campaña mundial de presiones
para impedir que instituciones, Parlamentos y Gobiernos extranjeros recordaran
aquel primer gran genocidio del siglo XX no ha hecho sino empañar aún más su
imagen. Nadie va a pedir reparaciones ni territorio a Turquía, sólo se trata de
que su democracia no puede ser homologada mientras se asiente sobre tamaña
falsedad histórica como es la negación de aquellos terribles hechos, igual que
Alemania nunca habría sido una democracia si no hubiera asumido la
responsabilidad de Auschwitz. Muchos alemanes no querían hacerlo, pero sus
gobernantes en la posguerra sabían que sin el reconocimiento de la culpa jamás
regresarían a la comunidad de naciones civilizadas. El primer ministro japonés,
Junichiro Koizumi, acaba de reconocer la bestial conducta de su ejército
durante la invasión de China y ha pedido perdón. Las protestas de los
nacionalistas japoneses por este gesto honesto de arrepentimiento han sido
mínimas. El Gobierno turco habrá de tener el valor tarde o temprano de hacer
algo similar. Honrará así a la verdad, a la democracia turca y a sus
dirigentes.
Esta honestidad requerida a una democracia que aspire a
crecer sobre bases sólidas se echará probablemente de menos el día 9 de mayo en
Moscú en la celebración de la derrota de la Alemania nazi organizada por el
presidente Vladímir Putin. Después de honrar a sus millones de muertos durante
la contienda, Putin debería, como en su día Willy Brandt ante el monumento
del ghetto de Varsovia, arrodillarse en memoria de los millones de
bálticos, centroeuropeos y balcánicos que murieron y sufrieron bajo la
dictadura soviética que vino a reemplazar a la nazi. Y volverse a arrodillar
por los centenares de miles de civiles chechenos y otros caucásicos que sus
tropas han masacrado estos últimos años con su política de tierra quemada. Pero
esto no sucederá. No sólo porque evidentemente Putin no es Brandt, sino porque
el presidente ruso -el chequista más querido de Occidente- no tiene la más
mínima intención de crear una democracia real basada en la verdad histórica.
Putin hace tiempo que se ha decidido por un modelo soviético-zarista. Y para
ser Zar no hace falta la honestidad frente a la historia que la democracia
requiere como imprescindible.
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