Por HERMANN
TERTSCH
El País Martes,
06.01.04
COLUMNA
Golo Mann fue, además de hijo de Thomas Mann, el mascarón de
proa de la literatura burguesa alemana del siglo XX, con mucha probabilidad, el
mejor biógrafo en cien años, compartiendo el honor con el gran británico Hughes
Trevor Roper. Su biografía del generalísimo del Imperio Austriaco en la Guerra
de los Treinta Años, Albert Wallenstein en alemán, o Valdsteijn en checo
-porque al afectado le daba exactamente igual lo uno que lo otro-, es quizás la
cumbre nunca más alcanzada en el género biográfico. El dramaturgo y poeta
Friedrich Schiller se enamoró, como Golo Mann muchos años después, de aquel
personaje y escribió una de sus obras máximas sobre la vida y muerte de un hombre
en lucha permanente por sus fueros y en duda eterna sobre sus méritos y las
decisiones que marcaban vida y muerte de sus hombres en aquella encarnizada
lucha político-religiosa que sumió a Europa en el terror hasta que llegó la Paz
de Westphalia en 1648, exactamente 30 años después de que su primo, Wilhelm von
Slatawa, fuera defenestrado desde el castillo de Praga, el Hrad, desde una
célebre ventana que mira al oeste.
Leer hoy el Wallenstein de Golo Mann es, otra vez,
pensar en Europa y en lo que nos pasa ahora que los tiempos han adoptado
velocidades terribles y las decisiones pocas veces tienen detrás la reflexión y
cada vez más el violento deseo de la imposición. Cada vez son menos los líderes
políticos con genuina vocación de echar cuentas con sí mismos. Cada vez se
anima más a los dirigentes a buscar resultados sin mayor escrúpulo en la
elección de medios. Leer hoy los periódicos en los que el georgiano Michail
Saakashvili es encumbrado como líder de una supuesta revolución de
terciopelo en Tbilisi no es sino una afrenta a quien realmente hizo una
revolución semejante, que fue Václav Havel en Praga en 1989. Si alguien ha
mostrado honor y reflexión en una Georgia acosada por sus fantasmas internos
del odio y el desprecio a la vida ha sido el viejo aparatchik soviético,
que no disimula su dolor, Eduard Shevarnadze, que ha votado en las elecciones a
quien fue su protegido, que lo acaba de liquidar -defenestrar- en la vida
política y que ha sido un hombre que desde las rígidas profundidades del
aparato soviético supo llegar al conocimiento necesario de las voluntades
humanas como para ser pieza principal en el desmantelamiento de un régimen en
esencia asesino.
En Georgia gana un supuesto yuppie con los
escrúpulos de un agente de bolsa, en Eslovaquia se forma una alianza de
nacionalistas que van desde el fascismo a la supuesta moderación que comparte
con los primeros los objetivos y en Serbia ganan las elecciones quienes sueñan
con sacar los ojos con cucharas a quienes no piensan como ellos. Pero no
hablamos sólo de Europa Oriental. En el País Vasco, el Gobierno declara el
libre albedrío de los no nacionalistas. Y los herederos de políticos otrora
reflexionantes improvisan propuestas que ponen patas arriba esa Paz de
Westphalia que muchos creímos era nuestra Constitución española de 1978. Feliz
año, en Georgia y aquí. Wallestein era un aventurero, pero estaría asombrado
ante la insensatez que desplegamos.
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