El País Martes,
01.03.05
COLUMNA
Gente de bien, obsesionada por lograr para sus hijos un
marco vital mejor, más generoso, humano y libre que el que ha sufrido ella,
murió ayer tras horas de paciente espera en una larga cola para obtener un
certificado médico que les diera acceso a un trabajo en el nuevo Estado de
Irak. Un acto más de la resistencia contra el invasor imperial que,
sin duda, ha obtenido ánimos y motivación de la inmensa comprensión que
su lucha despertó entre la biempensancia europea. Los
centenares de huérfanos que la bomba de ayer en Hilla ha causado despertarán
previsiblemente mucho menos interés que otros anteriores, trágicas víctimas de
un combate que probablemente nos acompañe toda la vida a las generaciones hoy
adultas. En Tel Aviv, dos días antes, otro insurgente había acabado
con la vida de cuatro israelíes para demostrar que el Estado de Israel es
culpable haga lo que haga y que todo gesto que algunos ilusos podríamos interpretar
como de buena voluntad, en una retirada de la franja de Gaza o en la habida en el
sur de Líbano años antes, son tan sólo signo de debilidad del enemigo que ha de
tener mayor hostigamiento por respuesta. Quienes se defienden ante la muy
decidida voluntad asesina de sus enemigos son, según este alarde del
pensamiento dúctil del nuevo siglo -que en el anterior tuvo momentos de
apogeo-, los responsables de romper la normalidad y la armonía.
A menos de dos semanas del aniversario del 11 de marzo, es
incomprensible que pocos ciudadanos españoles asocien esto con aquello. Sigue
siendo algo así como verdad revelada, la convicción de que los muertos de Hilla
son responsabilidad de George W. Bush; los de Tel Aviv, de Ariel Sharon, y los
de Madrid, del trío de las Azores. Los millones de iraquíes que se
jugaron la vida acudiendo a las urnas -duplicando el porcentaje de
participación de nuestro referéndum europeo- han recibido una fracción de la
atención que cualquier banda terrorista iraquí o importada que obliga a una
mujer secuestrada a acusar a Occidente de todos los males incluido el suyo,
antes de decapitarla o enviarla de vuelta a casa con el síndrome de Estocolmo
inyectado en vena. "Nos han tratado bien", suelen decir quienes
sobreviven al calvario.
Nuestra confusión moral, que en algunos países europeos, y
desde luego en ciertas partes de España, es ya patología social, parece
llevarnos siempre a un fatalismo en el que ser el débil parece un mérito. Hacer
malabarismos con convicciones y principios para adecuarlos a la voluntad del
violador, criminal o fanático se supone un ejercicio de tolerancia y galantería
política. Ya no son sólo políticos incapaces o directamente traidores a sus
promesas de defender los principios y las leyes que los llevaron a sus cargos,
sino amplios sectores sociales, los que han aceptado el lema de "hablando
se entiende la gente", que hace que las leyes y la capacidad de
autodefensa de la sociedad democrática sea dinamitada a diario. Si se acepta
supeditar las leyes al diálogo con el agresor que desde la minoría más
escuálida hace valer sus razones de fuerza casi resulta más digno enterrar las
leyes previamente.
En este panorama desolador resulta especialmente doloroso
que estemos asistiendo a lo que parece ya la última gran agonía del papa Juan
Pablo II. Quien levantó a Europa oriental contra la resignación de Yalta no
podrá ayudar en el rearme moral ante las nuevas amenazas. Si hay algún fenómeno
que ha alimentado el desarme de nuestras sociedades modernas ante sus enemigos
es la incomprensión radical y, por tanto, el desprecio y la hostilidad hacia el
pensamiento religioso. Lo que no tiene nada que ver con creer o no. Es en el
respeto al concepto individual de la trascendencia donde radica la más profunda
tolerancia, la firmeza y la dignidad, bases de una sociedad no dedicada a la
experimentación social, sino a fomentar la vocación del ser humano a ser feliz.
Por eso el primer deber del gobernante es hacer frente a los enemigos del
individuo libre en la sociedad abierta y dejar claro a las víctimas que tienen
un valedor incondicional. En Irak, en Tel Aviv y aquí.
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