El País Martes,
19.04.05
COLUMNA
Era aquella una época, no hace tanto tiempo, en la que los
principios sobre los que se habían construido vida política y social común,
solidarias y siempre valientes, emociones compartidas, convivencia y agenda de
contactos, intereses y amores, duraban en buenos términos lo que ahora, más o
menos en día soleado, tarda un ciervo pequeño en comerse siete rosas en la
tumba de un extraño en el cementerio de Viena. Había miedo, fascismo, comunismo
y guerra. Había horror después de la guerra que a tantos se había llevado y
había esa inmensa cobardía y culpa que todos los días recordaba que tantos de
los muertos habían sido jaleados. Todas las tumbas nos eran propias de una
forma u otra. Y sí, el coraje había sido tan compartido como la enajenación que
a tantos nos llevó a creer en el crimen.
Era aquella guerra fría que todos comentan pero nadie es
capaz de sentir en su plena gelidez si no se vence ante las lápidas musgosas de
toda Centroeuropa. Atrás quedaron los tiempos idílicos de "die schöne
Leich", el cadáver bonito que todo vienés necrófilo quiere acompañar.
Pero existía la fuerza de existir y del resistir mientras quedara hálito. Y de
creer en aquello por lo que habían muerto tantas vidas que parecían recordarnos
a nosotros tanto como nosotros a ellas.
Siempre fue el cementerio de Viena, la mitad de la
superficie de Zúrich y siempre el doble de divertido que aquella ciudad tan
borde y pija suiza, un baremo fundamental para grabar la felicidad en la tierra
de gentes siempre maltratadas por la historia pero siempre dispuestas a darles
a sus ganas de vida la inteligencia que sólo de la vida brota. Quien conozca un
cementerio de esa categoría nunca podrá olvidar gestos y gestas de quienes en
ellos reposan, nombres que cantan gestas y salmodias.
Era aquélla una época muy dura, tras muchos millones de
muertos, en ese maldito siglo XX, que se habían hacinado entre redes metálicas
y frías tumbas colectivas abiertas, unas con más lápidas elegantes ya judía o
rusa, británica u ortodoxa, húngara, austriaca, checa, eslovaca, rutena, serbia
o croata, otras sólo con la cara de la tierra. Estaban allí las niñas pequeñas
reposando junto a sus tíos, madres, padres y abuelos. Allí, al final de la
pesadilla, era donde el cementerio se convertía en centro de encuentro y
reunión de quienes sobrevivimos a lo que los europeos nos hicimos así, de tal
forma, como los grandes monstruos perfeccionados de la humanidad, siempre a
costa de nuestros muertos.
En esta Europa donde tantos han intentado, con éxito tantas
veces, convertirse en seres humanos de plena dignidad y en la mayor libertad
jamás experimentada, tenemos, queridos europeos autosuficientes, los más
inmensos depósitos de seres queridos muertos. En Sedán, en Verdún, en
Normandía, en Katyn, en Stalingrado y Paracuellos, en Badajoz y en Auschwitz,
en Salónica y Srebrenica. Nosotros los europeos hemos generado la mayor movilización
del odio y del crimen jamás habida. Hemos sabido matar mejor que nadie, más
rápido que nadie y más barato que nadie. Nuestra buena fe puede existir. Pero
los muertos no la corroboran.
Que nosotros los europeos hoy, traumatizados por nuestras
guerras -humillación total al ser liberados sistemáticamente por otros de
nuestros propios horrores criminales y de nuestra culpa rotunda-, nos queramos
presentar como los seres más sensibles del planeta que ignoramos las
necesidades de autodefensa de otros, nos puede convertir en seres
extremadamente coquetones con emociones y lamentos ajenos pero no nos da
derecho nunca a presentarnos como los garantes de esa superioridad moral que
nos hace jefes de los criterios internacionales sobre el buenismo a ser
impuesto.
Europa cada vez es menos mundo y quien no se dé cuenta está
ciego o quiere realmente vender a los europeos un mundo que ya no existe.
Europa puede compensar que no está en el Pacífico con su potencial económico,
su experiencia, su capacidad moderadora y la autoridad de la buena fe. Pero
para tener buena fe hay que tener autoridad y quizás sea ahí donde el Viejo
Continente cruje con todos sus interlocutores. Y no sin razón.
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