El País Miércoles,
23.06.04
COLUMNA
La operación militar lanzada por guerrilleros chechenos en
Ingushetia en la madrugada de ayer -y que causó la muerte de decenas de
personas, entre ellas a casi toda la plana mayor del Ministerio del Interior de
esta república de la Federación Rusa-, es un claro salto cualitativo en una
guerra que el presidente Vladímir Putin dio por concluida hace tiempo. Esto
último evoca de inmediato un paralelismo con el a la postre patético anuncio
del fin de la guerra en Irak que el presidente norteamericano hizo a su vez a
bordo del portaaviones Abraham Lincoln el día 1 de mayo de 2003. Y
sin embargo, es ése el único paralelismo, algo forzado ya, entre una guerra
como la chechena y la sangrienta lucha entre las fuerzas lideradas por Estados
Unidos en Irak y sus diversos enemigos sobre el terreno. Por mucho que Putin
insista en la lucha común contra el terrorismo islámico, que de hecho actúa en
ambos escenarios, las motivaciones y los métodos son muy distintos.
Pero ante todo es muy distinta la reacción de las sociedades
democráticas ante estos dos focos de conflicto que han causado decenas de miles
de muertos y cuyos finales son totalmente inciertos, pero con seguridad no
cercanos. El ataque checheno ayer en Ingushetia y, con menor intensidad
simultáneamente también en la vecina Dagestán, inducirán hoy, por primera vez
en semanas cuando no en meses, a la prensa occidental a escribir sobre un
conflicto que causa muertes a diario, en el que las violaciones masivas de
mujeres chechenas y los bombardeos deliberados, que no accidentales, de
edificios civiles son sistema. Mientras, los ríos de tinta sobre Irak,
perfectamente justificados, fluyen como un Don nada pacífico o un Éufrates en
plena subida de aguas, y no son pocos los medios que tienen que hacer esfuerzos
para disimular su satisfacción ante los reveses y bajas de las fuerzas aliadas
ocupantes.
En Irak han muerto soldados de la coalición
-norteamericanos, británicos, checos, polacos, búlgaros y españoles también-
por luchar con métodos que redujeran al mínimo las muertes civiles. En las
ciudades chechenas y en los campos de chechenos en Ingushetia llevan años
cayendo las bombas en una política de tierra quemada que es la versión caucásica
de la estrategia del general Harry the Bomber durante la II Guerra
Mundial sobre ciudades alemanas.
Pero atacar a Putin conlleva pocos réditos políticos en unas
opiniones públicas europeas en las que líderes fracasados como Gerhard Schröder
pueden ganar elecciones con el simple enarbolar de la bandera
antinorteamericana. ¿A quién le importa Putin? Y, sobre todo, ¿a quién le
importan los chechenos? Ellos no pueden, como Irak, decidir elecciones en
Alemania, en España o en el Reino Unido en las elecciones europeas.
Martin Amis, en su imprescindible libro Koba el Temible (Anagrama,
2004), recuerda que cuando acudió a manifestarse en Londres contra la invasión
soviética de Checoslovaquia en 1968, se concentraron en total unas sesenta
personas, mientras frente a la Embajada de Estados Unidos en Grosvenor Square
eran decenas de miles los que mostraban su sagrada ira. Siendo esta indignación
de las masas perfectamente justificada, no deja de ser chocante esta inmensa
disparidad entre los enfados que generan en Europa las tropelías o los errores
de Estados Unidos y los cometidos por cualquier otro país del mundo. Las
críticas a EE UU, pese a todo lo que hicieron en el siglo XX por la libertad de
Europa, no sólo son legítimas sino necesarias. Pero tan necesarias o más serían
las concentraciones frente a las embajadas rusas para demostrarle al aventajado
alumno de la Cheka que es Putin, que su regreso al pasado en el trato con sus
pueblos no hace sino teñir de sangre una vez más la tierra de Rusia.
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