El País Martes,
19.10.04
COLUMNA
Alexandr Lukashenko, presidente de Bielorrusia, era un
hombre feliz el domingo cuando anunció su abrumadora victoria en la consulta
popular que elimina la limitación a dos mandatos de la jefatura del Estado y le
permite presentarse de nuevo en 2006. El hecho de que cantara victoria cuando
no se había contado ni el 1% de los votos extrañó en Minsk tan poco como el que
los resultados finales confirmaran las dotes de adivino del batka (papa)
bielorruso. Según los datos oficiales, la participación en un 80% y más del 76%
de votos favorables a la eternización de Lukashenko en el poder han confirmado
otro augurio del presidente hecho durante la campaña: "Demostraremos quién
manda. Tenemos poder y técnicas para ganar". Tenía razón. Desde que fue
electo en plena conmoción postsoviética en 1994, Lukashenko se ha ganado a
pulso la fama de no mentir cuando amenaza. La oposición, la OSCE, observadores
independientes y organizaciones de defensa de los derechos humanos han puesto
el grito en el cielo ante la obscenidad del fraude. Lukashenko les ha
recomendado que "se ocupen de sus propios asuntos".
Es evidente que el caudillo que ha convertido la "Rusia
blanca" en un pozo negro está satisfecho consigo mismo y el aparato
bolchevique que le es tan fiel a él como al manual del chekista elaborado en su
día por Féliks Dzershinski, aquel aristócrata sanguinario polaco compañero de
fatigas de Lenin y Trotsky. Lukashenko ha logrado reimplantar el monopolio del
Estado en el uso de la violencia, en la producción, en el comercio, en la
corrupción, en la información y, salvo alguna muerte pasional que escape a su
control, también en el crimen. Si un periodista, un líder estudiantil o un
obrero bielorruso destaca en su insistencia en molestar, exigiendo siquiera las
pocas libertades y transparencia que el Kremlin de Vladímir Putin aún concede a
los rusos, nuestro batka triunfante demuestra que, además de adivino
en cuestiones de recuento, es también mago y hace desaparecer para siempre al
pobre diablo insatisfecho. Las palizas, detenciones arbitrarias, amenazas a
familiares de opositores y demás métodos de represión son hábito para unos
bielorrusos que echan ya de menos la "seguridad jurídica" en la URSS.
Eso sucede en un país vecino de la Unión Europea, aquí
mismo, en la frontera sur de Lituania y norte de Polonia. Pero no pasa nada y
nadie hace nada, y poco manifestante cabría convocar para protestar contra
tanta vileza, violencia y abuso. Porque aquí hacemos caso al gran batka y
consideramos que la suerte de los 10 millones de bielorrusos es "asunto
suyo", es decir, de Lukashenko y de su aparato mafioso- leninista. Si las
dictaduras grandes pueden dar miedo al mundo, las pequeñas sólo son capaces de
aterrorizar a sus súbditos. Si se es capaz de ignorar la miseria y el dolor que
generan, desde fuera, desde las cómodas atalayas de las sociedades libres,
estas dictaduras son poco más que patéticos terrarios con una población
maltratada por la mera mala suerte de haber nacido allí. Vegetación, clima y
carácter popular cambian según hablamos de Cuba, de Corea del Norte o de
Bielorrusia. Son invariables por el contrario el desprecio al individuo, la
omnipresencia del miedo, la brutalidad gratuita y la mentira todopoderosa, el
oscurantismo y la pobreza.
Hace años ya que concluyó el desfile triunfal de las
democracias por el globo de los años ochenta y noventa. China no se democratiza
y la Rusia de Putin no sólo no pone freno a Lukashenko, sino que lo emula. La
crisis de Irak ha dinamitado la alianza de las democracias occidentales. El
prestigio de la sociedad abierta está en entredicho. El islamismo fanático está
en pie de guerra. Indigenismos, intervencionismos y populismos resurgen con
rabia y sin complejos. Mientras, en Occidente tenemos dirigentes que cuadran a
la perfección con el "hombre moderno" descrito por el pensador ruso
Alexander Herzen: estrecho de miras, sin pasión ni información y preso por la
más absoluta debilidad de pensamiento. Así las cosas, batka y Castro,
Kim Jong Il y Chávez, por citar a algunos, tienen motivos para estar felices.
Muerto el determinismo histórico, ¿quién nos asegura que el futuro no son
ellos?
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