El País Jueves,
07.07.05
ANÁLISIS
Lafontaine ha vuelto para vengarse del SPD con una retórica
nacional y socialista
La descomunal cabeza de bronce del autor del manifiesto
comunista aguanta el chaparrón veraniego con el gesto inalterado. No así
el hombre bajito que, debajo mismo de las barbas del profeta de la sociedad sin
clases, arenga con secas gesticulaciones, timbre irritado y cara congestionada
a unos centenares de ciudadanos congregados en la plaza de Chemnitz, la ciudad
germanooriental que durante más de cuatro décadas de comunismo llevó
precisamente el nombre de Karl-Marx Stadt. Simbología vetusta para la campaña
electoral en la Alemania del Tercer Milenio. "Hay que acabar con esta
política de mierda, con esta cerdada antisocial, del Gobierno [socialdemócrata]
de Schröder", grita el orador. "¡Eso, exacto!", responde el
público. "Hay que proteger a los padres de familia alemanes y a las
mujeres alemanas para que los fremdarbeiter [trabajadores foráneos,
término utilizado durante el nazismo] no les arrebaten los puestos de
trabajo", proclama. Gritos de asentimiento en el público: "¡Jawohl,
Ja, So ist es!". El semanario Die Zeit, cuyo editor es el
ex canciller socialdemócrata Helmut Schmidt, describiría indignado dicha escena
de apertura de campaña: "Bajo la severa mirada del busto de Carlos Marx
experimentó sin escrúpulo con el lenguaje de Goebbels". "Qué bajo ha
caído", sentencia el otro gran semanario alemán Der Spiegel.
Populismo a raudales, sin escrúpulos ni mesura. Alemania ya
tiene a su Jörg Haider, su Pim Fortuyn o su Le Pen, pero ni el más demente
entre los profetas habría sido capaz de imaginar hace unos años que se llamaría
Oskar Lafontaine. Quién hubiera dicho, sin ser tomado por loco, que el que
fuera todopoderoso presidente del Estado del Sarre, presidente del SPD -el
partido legendario de la izquierda democrática europea- y efímero ministro
federal de Economía volvería a la política cargado de mensajes de resentimiento
en los que se mezcla la retórica paleocomunista con el lenguaje más parduzco
del pasado alemán. Si se entera Willy Brandt muere de nuevo. Uno de sus nietos,
quizás el favorito, al que en su día se unieron las esperanzas de
revitalización del SPD en una política de izquierdas, es ya el máximo líder de
una extraña alianza de izquierdistas antisistema, comunistas sin reciclar
integrados en el Partido del Socialismo Democrático (PSD), heredero del partido
comunista de la RDA, y sectas más o menos antidemocráticas que pescan en el río
revuelto de la crisis en la que se halla sumida Alemania. Lafontaine ha dado
así el salto de la excentricidad más o menos simpática a la sinrazón más
peligrosa.
Música para los oídos de la extrema derecha son los lemas
electorales que Lafontaine, pese a las críticas de su antiguo partido, no deja
de proferir. Dice aquel adalid de la "nueva izquierda" que "la
inmigración forzada [de mano de obra] la demandan en Alemania los 10.000 de
arriba", término utilizado sobre todo por los comunistas para referirse a
los grandes capitalistas. Y promete expulsar de Alemania a
"quienes no hablen nuestra lengua y no paguen sus impuestos según su
capacidad". Advierte de que el "pueblo alemán", una
"comunidad de destino", se juega "el futuro de la identidad de
Europa a finales del siglo" y subraya la amenaza de que suceda como en
"Estados Unidos, donde en medio siglo los blancos ya no serán
mayoría". En la sociedad alemana asustada y confundida que Schröder deja
tras siete años de Gobierno, frases así asustan a muchos pero atraen a no
pocos. Según los últimos sondeos, el nuevo partido surgido de la unión de la
WASG (Alternativa Trabajo y Justicia Social) y el PDS ya es la tercera fuerza
del país con un 12%, con lo que ayuda decisivamente a hundir al SPD por debajo
del 30%.
Socialismo en estado puro y nacionalismo a raudales son la
fórmula con la que Lafontaine se promete irrumpir en el Bundestag en las
elecciones en septiembre. No es de extrañar por tanto que haga competencia
directa a los nacionalsocialistas, los neonazis del NPD, que también ha
experimentado una transformación aunque más estética que de contenidos. En el
reciente congreso del partido en Sajonia no se vieron ya zamarras de cuero ni
botas claveteadas, sino jóvenes con corbata y señoritas muy urbanas que ya no
se saludan con brazo en alto y no beben cerveza, sino té, en las sesiones de
trabajo. Su programa va dirigido a los mismos electores que el de Lafontaine:
parados, jubilados, pequeños empresarios, jóvenes y profesionales, la suma de
las supuestas víctimas de las imprescindibles reformas que los grandes
partidos, SPD y CDU, quieren imponer. Su lema El sistema está acabado es
el mismo que evoca en discursos y en su nuevo libro, Política para todos,
el ex nietísimo de Willy Brandt. Y ambos pueden resumirse con la nada original
fórmula de "quitarle a los ricos para darle a los pobres"; eso sí,
siempre que sean alemanes. Los nazis siempre fueron muy sensibles en el ámbito
social, como recuerda Götz Aly en su libro El Estado popular de Hitler, el
mejor libro sobre el nazismo publicado el pasado año.
Hay que querer mucho al Napoleoncito del Sarre, convertido
en gran líder rojipardo, para no percibir lo patético que resulta su retorno
con semejantes compañías y recursos políticos. Hay quienes dicen que dimitió
como ministro, tras sólo cinco meses en el cargo, por agravios imaginados
multiplicados tras una noche de copas y que desde entonces, hace seis años, el
arrepentimiento por su decisión sólo es comparable al odio que tiene a
Schröder, al que hace culpable de todas sus desgracias. Su dimisión supuso la
primera gran crisis del Gobierno de coalición entre SPD y Verdes que ahora
parece resignado a perder las elecciones, pero jamás pensó que Lafontaine
pudiera contribuir tanto a ello. Ante un probable éxito electoral del nuevo
tribuno, comienza a hablarse de una gran coalición entre CDU y SPD para
acometer las reformas y hacerle frente. Pero esto conlleva el riesgo de hacerlo
crecer.
Sea por odio a sí mismo o por odio al SPD, está claro que no
ha elegido mal la hora de la venganza y que le hará mucho daño al SPD que
presidió. Esto le ayudará a acariciarse su incombustible autoestima, pero es un
flaquísimo favor, el enésimo pero el peor, que le hace a la democracia y a la
sociedad de Alemania.
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