El País Martes,
07.09.04
COLUMNA
El Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) que durante 150
años ha marcado de una forma u otra la agenda política y social del país,
incluso durante gran parte del Tercer Reich, y que hoy gobierna en Berlín con
el canciller Gerhard Schröder puede estar en el umbral de la marginalidad.
Sonará a hipérbole si se conoce la gran historia de este partido. Pero los
últimos meses, con su caída libre confirmada este domingo en el Estado del
Sarre, donde han cosechado en las elecciones el peor resultado de su historia
con la pérdida de 14% de sus votos, ya terriblemente mermados cuando hace
cuatro años perdieron el poder ante los democristianos de la CDU, inducen a
pensar que los socialdemócratas alemanes, confundidos, divididos y cuasi
escindidos, pueden dejar pronto, no ya sólo de dejar de gobernar, sino de ser
alternativa real de poder.
Las próximas elecciones, que serán en Brandeburgo y Sajonia
dentro de una semana, pueden ser el próximo clavo en el ataúd político que
podría acabar cerrándose en los comicios municipales del mayor Estado federado
que es Renania Westfalia siete días más tarde. Con medio partido y medio país
en abierta revuelta contra su política y apenas un 25% del electorado
apoyándole, Schröder necesita un milagro o más bien dos para terminar esta
legislatura cuyo liderazgo ya ganó con esa inmensa fuente de fortuna que asiste
a algunos políticos cuando acontecimientos no predecibles como las inundaciones
de Sajonia o la oportunidad de agitar el antiamericanismo ante la guerra de
Irak acaban compensando u ocultando todos los despropósitos y desgracias
durante el mandato anterior habidos.
Lo malo es que la revuelta contra Schröder no se debe a sus
despropósitos, sino a una política que, en términos generales, no sólo es
correcta sino que es aproximadamente la misma que aplicarían aquellos, ante
todo la CDU, que se benefician de sus reveses. Lo peor es que empieza a
percibirse una vez más que la sociedad alemana, en cuanto tiene que soportar
situaciones adversas y no se solaza en una prosperidad creciente, tiende a
cuestionar el sistema. La participación en las elecciones del Sarre del 55% es
ya alarmante para un Estado alemán. El hecho de que el 14% de los parados del
Sarre votaran a los nazis del Partido Nacional Alemán (NPD) y que este partido
estuviera con el 4% a punto de entrar en el Parlamento también lo es. Pero
también lo es el inmenso efecto que ha tenido sobre los resultados la demagogia
y el populismo de un líder socialdemócrata que en su día fue presidente del
partido, Oskar Lafontaine, cuya deslealtad ha sido sin duda determinante para
que muchos socialdemócratas, a la vista de la participación, se quedaran en
casa.
Si en el Sarre, en la frontera con Francia, fallan las
convicciones democráticas a las primeras de cambio hay que temer que en las
elecciones en los Estados de Alemania Oriental donde el resentimiento, la
frustración y, también, la nostalgia mitificada por los tiempos de seguridad y
trabajo seguro del régimen comunista son factores poderosos, los resultados
puedan ser realmente grotescos. Allí el SPD puede verse arrollado por el
antiguo partido comunista (PDS) que en su mayor parte lo sigue siendo, y por
una extrema derecha que viene a representar y a defender exactamente lo mismo.
La sociedad alemana vuelve a mostrar esa labilidad tan terrorífica de antaño y
puede votar a nazis y comunistas para impedir unas reformas que todos saben
necesarias, pero que nadie quiere que le afecten en las dificultades que
implican. Si a esto se añade una clase política de muy escaso carácter, mucho
oportunismo y mínimas convicciones, nos hallamos ante un cóctel quizás
explosivo, pero en todo caso muy triste y preocupante porque toda Europa
necesita una Alemania sana en su economía pero ante todo firme en sus
convicciones.
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