El País Martes,
30.03.04
COLUMNA
Sólo nos faltaba que se muriera sir Peter Ustinov, ese genio
polifacético, estrella del placer digno, hijo de un diplomático alemán que se
convirtió en agente británico por asco a Joachim von Ribbentrop. De casta le
venía al galgo. La dimisión de este gran señor de la vida que merece vivirse es
una señal de alarma más en una constelación de las relaciones internacionales y
humanas que augura mucho naufragio, en la que ya parece que sólo la memoria,
tan débil, flácida y menguante, en naciones e individuos, merece la pena. El
optimismo que forjó la gran empresa de la sociedad libre y próspera se antoja
ya ridículo.
Es muy probable -la certeza, por lo demás, es ya imposible-
que Peter Ustinov, al que entusiasmaba tomar copas en el hotel Sacher antes y
después de la ópera en Viena, conociera a Momchilo, un serbio tierno que era el
alma de otro hotel legendario, el Moska de Belgrado. Murió en cuanto quienes
decían ser los adalides de su pueblo, su querido y digno pueblo serbio, se
lanzaron a matar por tierras del Drina, del Sava y del Danubio. Hay quien dice
que Momchilo murió de asco. En su hotel escribió Trotski la mayor parte de sus
reportajes sobre las guerras balcánicas. Difícil superarle.
Y en su hotel se reunían durante la II Guerra Mundial otros
grandes espías y señores que luchaban sin piedad por un mundo mejor y más
generoso. Julian Amery, Fitzroy Maclean y Peter Kemp fueron, como espléndidos
soldados británicos en la sombra, hombres de acción, pero también de reflexión
que mataron sin mala conciencia para defender ese proyecto de vida tan
radicalmente opuesto a mesianismos trotskistas que, a la postre, hizo de Europa
occidental la sociedad que mejor ha combinado libertad, seguridad y
prosperidad. Si hubieran llegado 30 años antes al Moska de Momchilo, quizás
habrían convencido a Trotski para unirse a ellos y éste se hubiera salvado del
piolet fanático de aquel Mercader catalán y escapado de las obsesiones del
lunático georgiano que murió en 1953 adorado hasta por aquellos que él había
mandado ejecutar. Millones.
No nos quedan ya ni Ustinov, ni Amery ni la lúcida mirada
histórica de aquel comunista judío tan culto que forjaba su prosa en la parte
soleada de Terrazje, en el café de su hotel belgradense. Nos queda el miedo de
entonces, cuando como ahora parecía que se iba a parar el mundo, pero sin la
esperanza de aquellos que querían luchar y hasta morir por un mundo mejor, no
destruir en acto testimonial por promesas celestiales ni arroparse con cobardía
en comodidades heredadas.
Nos queda la cleptocracia sin escrúpulos de señores de la
guerra como el palestino Yasir Arafat y el israelí Ariel Sharon. Aquí están
otra vez los asesinos entusiastas del señor Mugabe en África. Tenemos la estela
de estulticia de una Administración norteamericana que combina con cómoda
grosería rapacidad y mesianismo, una Rusia peor que el más grotesco mushik imaginado
por León Tolstói y una China crecida e implacable que nos quiere canjear órganos
de prisioneros por derechos de autor.
Los Balcanes son hoy, aunque a mucha gente asuste y con
razón, el nuevo mensaje de muerte y desolación que se adivina, un microcosmos
ampliado de lo que es un mundo en el que hemos olvidado las maneras y emociones
de Peter Ustinov, hemos desechado el coraje de Fitzroy Maclean -el mismo que
movía a aquel agilísimo obeso que era Winston Churchill- y despreciado la
profunda bondad del serbio triste y tierno de Momchilo. Hemos vuelto a lo que
Wordsworth llamaba las "reglas buenas" del hombre salvaje del
altiplano, "que coja lo que quiera el que tiene el poder y retenga para sí
quien pueda lograrlo". Estamos en ello, señores. Bienvenidos al altiplano
balcánico global.
Jóvenes albanokosovares en un encuentro contra la violencia
en Cabra.
AP
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