El País Domingo,
18.07.04
REPORTAJE: HISTORIA
Desde 1938, había en el Ejército y en la diplomacia fuerzas
convencidas de que Hitler podría conducir a la desaparición de Alemania como
Estado civilizado y de cultura
Si Hitler hubiese muerto ese 20 de julio, quizá millones de
soldados y judíos no habrían muerto, quizá Dresde, Kiel, Colonia y otras
ciudades no habrían sido destruidas
De haber estallado las dos bombas preparadas por los conspiradores,
las posibilidades de que el Führer hubiese sobrevivido al atentado habrían sido
muy escasas
Cada vez son más los alemanes que ven en Von Stauffenberg y
otros ejecutados tras el atentado de julio de 1944 a los auténticos guardianes
del honor cívico de su país
Fueron la aristocracia y los católicos del círculo de
Kreislau los únicos que tuvieron coraje necesario para arriesgar su vida por el
honor y la libertad de Alemania
¿Qué habría pasado si esa bomba hubiera cumplido su
propósito, nada menos que matar al mayor de los asesinos de la historia, a
Adolf Hitler, un austriaco mediocremente intelectualizado que adoraba al judío
Gustav Mahler dirigiendo en la por lo general antisemita Viena al más rancio
genio del odio al judío de la música que era Richard Wagner, y que después se
dispuso a matar a todos los europeos y casi lo consiguió? ¿Qué habría sido de
Europa si el 20 de julio de 1944 una élite social alemana hubiera acabado con
la vida y la obra del más siniestro lumpen político jamás habido, que, abrazado
al gran timonel del comunismo, otro delincuente común ensalzado por la
miserable historia de cobardías europeas, puso los cimientos y después completó
la dinamitación de este continente tan autocondescendiente y cuasi onanista en
sus miradas al espejo moral? Nadie lo sabrá nunca -eso ya está claro-, y
siempre habremos de pensar, quienes estamos presos por la memoria histórica,
sobre el valor, el mensaje y el efecto de un acto como aquel, cuyo objetivo
era, ni más ni menos, que matar a Hitler con una bomba de 975 gramos de
dinamita escondida en un maletín de Claus Schenk, conde Von Stauffenberg.
Héroe de guerra
Era un héroe de guerra mutilado y vástago de una de esas
familias prusianas de Junkers -nadie olvide nunca la célebre
novela Der Stechlin, de Theodor Fontane- que con el después tan denostado
Otto von Bismarck hicieron de Alemania un país unido y serio, digno, sin las
veleidades de patio de Monipodio heredadas de la Paz de Westfalia, buena porque
frenó el flujo de la sangre en una Europa siempre cruel, pero siempre perversa,
sin que el Congreso de Viena, que volvió a repartir carnaza en Europa, lograra
subsanarlo. El atentado en Sarajevo contra el archiduque Francisco Ferdinando
el día de San Vito, 28 de junio de 1914, lanzó a Europa otra vez a los
infiernos. Y los Acuerdos de Versalles, Trianon, Neully, Saint-Germain y Sevres
cuando acabó la Gran Guerra que arrebató a Europa un par de generaciones de
varones sembraron todas las simientes para la gran catástrofe europea. La ayuda
norteamericana de aquel patético presbiteriano bienintencionado que era Woodrow
Wilson, y que con sus Catorce Puntos quiso hacer felices a los europeos sin
saber dónde estaba cada uno de ellos, sólo magnificó el desastre.
Desde Theodor Adorno hasta Golo Mann, desde la lucidez casi
sobrehumana de Winston Churchill hasta los análisis de los grandes
historiadores actuales, todos saben y reconocen que la gran catástrofe de la II
Guerra Mundial y el Holocausto sólo pudieron darse por aquella miserable
componenda de los arrabales de París y que tanto gustaron a la máxima
representación de la mezquindad política europea, cuyo símbolo supremo era el
primer ministro francés George Clemenceau, un sepulturero de la paz tan eficaz
como el idiotizado emperador Guillermo de Alemania fue en su momento.
Si Adolf Hitler hubiera muerto aquel 20 de julio en su
cuartel de la Wolfschanze (Bastión del Lobo) quizá -sólo quizá- dos millones de
soldados alemanes, rusos, polacos, rumanos, italianos y españoles irregulares
habrían salvado su vida. Cientos de miles de judíos en campos de exterminio
estarían quizá, quizá, con nosotros aún, contando sus vivencias como un
ejército de repetidores de la historia del dolor y del amor que Imre Kertesz,
premio Nobel de Literatura, nos cuenta en sus libros. Dresde no habría sido
bombardeada, quizá, y 40.000 habitantes de esa joya de Sajonia junto al Elba
habrían sobrevivido con sus tesoros artísticos y su inabarcable armonía y
emoción arquitectónica y paisajística.
La bella ciudad hanseática de Kiel conservaría hoy toda su
magnífica riqueza artística, y muchas otras ciudades, véase Colonia o
Könisgsberg, o pueblos remotos y otrora idílicos en Prusia Oriental o
Brandeburgo, en Turingia o Magdeburgo, no habrían desaparecido bajo el odio, la
limpieza étnica, el espíritu de revancha y el mero ejercicio de la
monstruosidad de que es capaz el ser humano.
Dortmund, ciudad industrial y militar, ya llevaba años
siendo castigada por los bombardeos, pero no habría sido borrada prácticamente
del mapa si aquel 20 de julio allí, en el extremo noreste de la Alemania
imperial, la bomba hubiera funcionado mejor. Viena no tendría hoy
esos parches de casas de los años cincuenta, construidas sobre solares
desescombrados, que violan la excelencia de esa ciudad tan protagonista como
sagrada en este drama del siglo XX.
Y miles de chiquillos alemanes no habrían sido ahorcados en
los postes de telégrafos y en las farolas por negarse a combatir hasta el final
en un gran drama épico escenificado por Joseph Goebbels, ministro de propaganda
de Hitler, que preparaba a todos los alemanes para el gran ocaso que él y su
mujer escenificaron poco después envenenándose ellos y a sus tres hijos. Morían
telefonistas porque se les escapaba un leider cuando supieron del
fracaso del atentado.
Un año solo de guerra se habría ahorrado Europa. Un año.
Pero nadie podrá jamás calcular cuánto dolor y cuánta muerte acumuló el fracaso
de la explosión de aquella mala bomba, y cuantas vidas, ilusiones y gozo humano
podían haberse salvado si Von Stauffenberg no se hubiera visto agobiado por un
militar sin rango y no hubiese dejado detrás -sin entrar a la reunión con el
Führer- a su ayudante de campo que llevaba la segunda bomba. Si hubieran
estallado las dos, las probabilidades de que Hitler sobreviviera eran realmente
escasas.
Una Alemania exhausta
¿Qué habría pasado en una Alemania así tras cinco años de
guerra y exhausta? Nadie lo sabe. Pero hay cartas de aquellos días en las que
ancianos creen que la supervivencia de Hitler es una señal divina y de castigo
total a sus enemigos, y otras que, prudentes por supuesto, sugieren reflexiones
sobre lo que pudiera ser mejor para Alemania. Claro está que esos alemanes y
austriacos, en gran parte aristócratas y muy elitistas, para nada demócratas en
el sentido actual, estaban dispuestos a dar su vida por una Alemania digna que
respondiera a los valores que les fueron inculcados cuando las miserias de las
ideologías redentoras, nazismo y comunismo, nada sino desprecio suponían en las
mentes de aquellos que habían sido educados para dirigir un país que pronto
dejaría de existir.
Decenas de miles de alemanes no habrían muerto, quizá, sólo
quizá, en la mayor operación de limpieza étnica, tolerada y acallada durante
décadas por democracias occidentales y dictaduras comunistas; millones de
violaciones de mujeres y niñas, niños ahogados en estanques por los vecinos,
viejos mutilados para que declararan dónde dejaban su último objeto de valor,
lactantes arrebatados a sus madres y lanzados dentro de hornos de panadería.
Jamás hubo tal frenesí de odio en lo que tan cómodamente llamamos el mundo
civilizado. Eso es Europa, donde tanto presumimos de buen carácter.
Cuando el conde Kerstenbröck, el conde Galen y otro preso,
éste nacido en 1906 en Trieste, aún aquel orgulloso puerto de Austro-Hungría,
fueron detenidos a finales de abril de 1945, días antes de la rendición nazi en
Europa, por unos norteamericanos, estuvieron varios días explicando a sus
interrogadores que ellos, en Alemania y Austria, educados, sofisticados, cultos
y en su íntimo sentido piadosos, habían sido nazis en los años treinta y se
condenaban a sí mismos por no haber dejado de serlo hasta que la guerra
hitleriana dejó de ser un paseo militar como el que Francia les ofreció. A
ninguno de ellos le abandonó nunca, hasta la muerte, la vergüenza duplicada por
no haber sido ejecutados como sus compañeros y no haber sido lo suficientemente
valientes y lúcidos para hacer frente a aquella barbarie desde el principio.
Las élites habían fracasado en el país de los Dichter und Denker (los
poetas y pensadores) porque hasta aquel 20 de julio de 1944, cuando el régimen
nazi estaba ya en pleno naufragio tras las debacles de Stalingrado, Kursk y
Normandía, no se habían levantado contra el régimen más miserable y asesino de
la historia. Las élites alemanas nunca se han recuperado de aquello, y hoy,
sesenta años más tarde, se percibe en la política de Berlín lo que fue el
hundimiento de la credibilidad que sufrió en Alemania lo mejor de su sociedad
para abatimiento de todo el resto. Fueron la aristocracia alemana y los
católicos del círculo de Kreislau los únicos que realmente tuvieron coraje para
arriesgar su vida por el honor y la libertad del país. Pero muy tarde y muy
mal. Los comunistas, cómplices declarados de Hitler entre 1939 y 1941, nunca se
recuperaron de su incursión en la miseria moral de colaborar con el gran
genocida. Los socialdemócratas sucumbieron entre héroes como Julios Leber y
pequeños peleles que nunca sabían si estaban en el SPD o en el NSDAP, es decir,
el partido nazi.
Hubo varios intentos de acabar con Hitler antes del 20 de
julio. Desde su llegada al poder, fuerzas importantes en el Estado alemán
habían visto en aquel miserable alférez austriaco, tan patético en su
palabrería, un insulto a las esencias alemanas y a la propia dignidad de esa
unidad que forman identidad, cultura y respeto propio. Desde 1938 había en el
ejército y gran parte del Cuerpo Diplomático fuerzas medianamente coordinadas,
pero convencidas de que el Führer sería la maldición cuando no la desaparición
de Alemania como Estado civilizado y de cultura. Pero una percepción de
patriotismo decimonónico, el culto a la obediencia y la mera cobardía, la
insoportable cobardía de esa pasión por la jerarquía y la sumisión impidieron
un frente común contra el vandalismo moderno y sus fiebres de experimentación
social que en una Rusia soviética bajo Lenin y Stalin eran casi lógicos, pero
en la Alemania de Weimar eran impensables.
La historia pudo ser otra
El 20 de julio, hace 60 años, unos alemanes que habían sido
cómplices de la creación de un régimen criminal optaron por dar sus vidas para
acabar con el mismo. Nadie sabe qué habría sucedido en caso de que aquella
bomba, tan débil ella, según se vio, quizá reforzada por la del ayudante de
campo de Von Stauffenberg, hubiera acabado con la vida de aquel monstruo que
sumió a Europa en sangre y a Alemania en sangre e ignominia. La historia podría
haber sido otra. Los comunistas que aplastaron durante cuatro décadas Europa
central y oriental se habrían visto desprovistos de su enemigo circunstancial y
habrían tenido menos argumentos para pactar la esclavitud de naciones enteras
con su aliado circunstancial que eran las democracias.
Von Stauffenberg, un aristócrata prusiano, no queda bien
para algunos que, como los comunistas durante décadas, veían en él el símbolo
de una clase traicionada por quien se avino a servirles. Pero cada vez son más
los alemanes y los europeos que saben ver en Von Stauffenberg y tantos otros
ejecutados en Plötzensee o en el Bendlerblock en aquellos días de julio de
1944, o los muchos que murieron y sufrieron a partir de estos días estivales en
decenas de prisiones y campos de concentración y exterminio, a los auténticos
guardianes del honor cívico alemán.
MILES DE DETENIDOS Y EJECUTADOS
EL 20 DE JULIO DE 1944, el coronel Klaus Schenk, conde de
Stauffenberg, mutilado de guerra -el año anterior había perdido el ojo
izquierdo, la mano derecha y dos dedos de la mano izquierda-, colocó una
cartera con una bomba bajo la mesa del cuartel general de Hitler en Prusia Oriental.
A la reunión, además del Führer, asistía una veintena de altos oficiales. La bomba mató a cuatro de ellos e hirió gravemente a ocho, pero Adolf
Hitler tan sólo sufrió heridas leves.
El atentado que pudo cambiar la historia del final de la II Guerra Mundial y tal vez ahorrar millones
de vidas había fracasado.
La represión desencadenada por el aparato represivo nazi
contra los conspiradores llevó a la horca o al suicidio a destacados militares. Miles de
sospechosos fueron detenidos, y muchos de ellos, ejecutados.
El papel en la conspiración del prestigioso mariscal Erwin Rommel, El Zorro del Desierto, no
ha estado claramente establecido. Herido gravemente en Francia unos días antes
del atentado, al parecer por un ataque de la aviación aliada, murió en
circunstancias misteriosas, oficialmente como consecuencia de sus heridas, y
recibió un funeral de Estado.
El almirante Canaris, jefe del espionaje militar, no estaba
en condiciones de participar directamente en esta conspiración porque ya se
encontraba bajo arresto domiciliario.
Von Stauffenberg, el principal conspirador, formaba parte
del grupo aristocrático del conde Helmut Jamen von Molke y del conde Von
Wartenburg, formado por personas horrorizadas por la tragedia que acechaba a
Alemania tras la victoria soviética en Stalingrado y el desembarco aliado en
Normandía del 6 de junio de 1944. Entre los jefes de la conjura destacaron el general Von Stülpnagel y el barón Von Tresckow.
El mariscal Goering, acompañado de su séquito, visita el
lugar del atentado. ULLSTEIL
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