El País Martes,
07.12.04
COLUMNA
El electorado de Hungría ha dado una magnífica lección a
aquellos que querían inocularle nuevas dosis de nacionalismo al ignorar en su
inmensa mayoría el referéndum convocado para conceder la nacionalidad a los
casi 3,5 millones de húngaros que viven fuera de las fronteras húngaras. Tan
sólo votó el 37% de los convocados, e incluso de los que se tomaron la molestia
de acudir a las urnas prácticamente la mitad votó con un no. Les ha salido
mal la jugada a las huestes patrióticas de un ex primer ministro, Víktor Orban,
que, sin alternativa real a la política del Gobierno de Ferenc Gyurcsany,
habían apostado por resucitar a uno de los nacionalismos más agresivos del
viejo continente. Los millones de húngaros que se quedaron fuera de las
fronteras de Hungría por obvias injusticias del Tratado de Trianón de 1919,
venganza de los vencedores por la contumacia del nacionalismo magiar, seguirán
siendo lo que son: ciudadanos de países vecinos cuya lengua materna es el
húngaro. El fracaso de la llamada de la sangre ha sido rotundo. Hay que
felicitarse por ello. Los caballos se quedan en su Puszta. Tres cuartos de
siglo después de aquella tragedia nacional, los húngaros pasan página y, en democracia,
abjuran del nacionalismo victimista que los convirtió en represores odiados por
todos los pueblos vecinos. ¡Qué contraste con otros que han de nutrir su
victimismo de fechas mucho más remotas, ciertas ellas o inventadas!
El nacionalismo, despreciado por los húngaros el domingo
pasado, comenzó -como tantos otros- su andadura hacia la catástrofe en la
revolución burguesa de 1848. Ya entonces, su líder, Lajos Kossuth, demostró que
los mismos patriotas que exigían de Viena un respeto a la pluralidad eran
implacables en la represión de sus propias minorías. Cuando, proclamada la que
sería fugaz república de Hungría, Dorde von Stratimirovic, un gran oficial
serbio del Ejército austriaco y patriota del imperio plurinacional, fue a
pedirle a Kossuth derechos y autonomía para los serbios, éste respondió que la
homogeneización magiar era la nueva doctrina de Estado y advirtió a
Stratimirovic de que los serbios debían someterse "por la palabra o la
espada". Viena, sacudida por la revolución, pudo hacer poco para proteger
a sus minorías y se concentró en recuperar el poder en Budapest, lo que
lograría con ayuda del Imperio Ruso. Pocos años más tarde -muchos menos de los
que lleva vigente hoy en España una Constitución que muchas de sus
instituciones ya ignoran-, Austria sufría en 1866 en Sadowa de Bohemia
(Königgrätz, en alemán) una terrible derrota militar ante la Prusia del recién
estrenado Bismarck. Los nacionalistas húngaros se lanzaron entonces a una
ofensiva masiva de chantajes y lealtades mutantes para acabar arrancando en
1867 al débil Gobierno de un muy debilitado Imperio el llamado
"Ausgleich" (Compromiso), que daba a los húngaros la práctica
soberanía de todos los territorios al este del río Leitha. Se mantenía una
unión personal al emperador austriaco como rey de Hungría (el águila bicéfala)
y, eso sí, los grandes beneficios del comercio libre con el resto del imperio,
especialmente con las regiones industrializadas de Bohemia, Moravia y Baja
Austria.
En cuanto tuvo las competencias necesarias, Budapest impuso
una implacable magiarización en todos los territorios de
"Transleithania" violando las leyes fundamentales que dictaban
"todas las nacionalidades del Estado tienen los mismos derechos, todas
tienen el derecho inalienable de preservar y cultivar su nacionalidad y su
lengua. Los derechos iguales de todas las lenguas son garantizados por el
Estado en escuelas, administración y vida pública". La violación
sistemática de estos derechos generó tanto odio hacia Budapest como hacia Viena
-a quien se hacía responsable-. En otras partes del imperio surgieron con
virulencia demandas nacionalistas ante el agravio comparativo con Hungría. Los
checos y los polacos de Galizia (hoy Ucrania occidental) exigieron la misma
autonomía y libertad para aplastar a sus propias minorías. Esta evolución marca
el comienzo del fin del imperio multinacional. Entonces comenzó su siniestra
cabalgada el delirio colectivo nacionalista. Decenas de millones de muertos
después, mientras los húngaros se bajan del caballo, aquí cada día son más los
que tienen cara de jinetes.
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