El País Viernes,
23.07.04
COLUMNA
El primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, ha ido a
París a contarnos a los europeos lo que no debiéramos hacer para no meternos en
un lío. Que lo haga en París no es casualidad. Es el mejor sitio para explicar
algunas cosas precisamente porque es un sitio donde suelen confundirse muchas.
Allí se cuecen demasiadas cosas que todos los europeos debemos digerir después.
Para bien y para mal. En su nueva novela, Me llamo rojo (Alfaguara),
otro gran turco, muy distinto al primer ministro Erdogan por supuesto y
sistemáticamente discrepante, Orhan Pamuk, que será Premio Nobel de Literatura
algún día -difícil no apostar por él-, nos regala un mapa antes de su bella
historia sobre un país que los más idiotas en Europa desprecian y los más
sabios saben suyo porque es parte fundamental de nuestra historia y parte
imprescindible de cualquier futuro seguro y próspero.
Cuando en el oscuro restaurante Regance, dirigido aún hoy
por sus fundadores, elegantes rusos blancos, muy cerca de la avenida del
Istiqlal en Estambul, los embajadores del Reino Unido, Francia, Alemania y
Estados Unidos se miraban de mesa a mesa con sobrada y comprensible animosidad
pero no sin complicidad en 1944, primero porque estaban en guerra entre ellos y
segundo porque pese a ello podían observarse sin agredirse, brindando con un
magnífico vodka con limón, todos los presentes eran conscientes de lo que es
Turquía para Europa. Quienes saben de aquello estarían avergonzados del
espectáculo pedestre ofrecido por la sesión de anteayer del Parlamento Europeo,
donde gentes de la extrema derecha de Francia o Bélgica, muy solidarios por
cierto con Esquerra Republicana de Catalunya -dato siempre a tener en cuenta-,
abogaban hirsutos por dar el portazo a Turquía en diciembre y decir a aquel
país que jamás entrará en la Unión Europea. Ultraderechistas del Frente
Nacional y el Vlams Block, cuyos programas sí que jamás cumplirían las
condiciones propias de un Estado civilizado, se permitían descalificar a un
país que, con su tradición de imperio, su historia y su potencial económico,
militar y humano ha acometido las reformas democráticas y liberalizadoras más
osadas y efectivas en los últimos años que se han visto en el hemisferio,
incluidos todos los nuevos miembros de la UE.
Bien les hubiera venido a estos irresponsables
parlamentarios europeos el vodka con limón del Regance o los magníficos
martinis secos del Pera Palas, el hotel del Orient Express, donde vivía y bebía
el gran fundador de la Turquía moderna, Kemal Ataturk, veraneaban todos los
coquetones de la aristocracia árabe y pernoctaba de vez en cuando Agatha
Christie. Porque la negativa no ya al ingreso inmediato -que de eso no se
trata- sino a la apertura de negociaciones para la adhesión de Turquía a la UE
a medio o largo plazo sería, además de una nueva traición a la seguridad
internacional, tan de moda en estos momentos como ejemplifica hoy Manila y
antes otros, una barbaridad geoestratégica y una automutilación que sólo los
peores necios y ciegos en Europa pueden sostener.
Erdogan ha ido a París a decir lo obvio. Turquía está en una
encrucijada en la que avanza sin cesar en sus conquistas democráticas sin
perder su identidad de país islámico con un pasado de siglos de inmenso
prestigio, poder e influencia sobre Oriente Próximo. Un portazo de la Unión
Europea a Turquía daría la razón no ya sólo a quienes desde el terrorismo
islamista tienen clara la inevitabilidad del enfrentamiento entre culturas sino
que confirmaría en toda Turquía y el mundo islámico esa doble moral y la falta
de dignidad y columna vertebral del mundo europeo que es argumento fundamental
para hacernos extorsionables, vulnerables e inseguros. El desprecio hacia
nuestra palabra y nuestros principios serían deber lógico allende nuestras
frágiles fronteras.
Hay un pulso noble que el primer ministro turco quiere
hacerle al terror y quien lo sabotee nos está agrediendo a nosotros. Porque
Turquía es nuestro gran bastión europeo por la paz y la libertad allí donde el
Bósforo une dos continentes y donde Rumelia se vuelve Anatolia, donde Asia
abraza a Europa, esperemos que para buscar solución a sus tragedias. Winston
Churchill pudo equivocarse gravemente en los Dardanelos, pero la nueva Europa
no puede permitirse el lujo de frustrar vocaciones democráticas más allá del
mar de Mármara.
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