El País Martes,
14.09.04
COLUMNA
Resulta muy peculiar, y en todo caso peligrosa, esa
autoestima que lleva a nuestro presidente del Gobierno a recetar a todas las
democracias que participan en la intervención en Irak que dejen solos a los
Estados Unidos, retiren sus tropas como él hizo e impongan esa magnífica verdad
hoy al parecer intangible según la cual los iraquíes han decidido en mayoría,
nadie sabe cómo, unirse a la llamada insurgencia y matar a los compatriotas que
quieren alistarse en la policía del Gobierno provisional con los nada
deshonestos objetivos de ganarse la vida al tiempo que crean orden y forjan
seguridad para la sociedad civil. Tranquilos todos porque a nuestras relaciones
con Estados Unidos ya no puede perjudicarlas una declaración semejante. Haya
habido o no disculpas posteriores -como se dice- en la Embajada norteamericana
en la calle Serrano de Madrid, lo claro es que muchos de los que, desde una
trinchera u otra, se refieren a nosotros, nos ven como adalides y promotores de
la deserción en momentos cruciales.
Cierto es que ésta, la deserción en tiempos de guerra, ha
sido heroica en muchas ocasiones, la última vez entre los europeos
probablemente cuando los jóvenes alemanes huían del frente oriental en 1945
para no recibir órdenes que suponían sumarse al crimen o aceptar la muerte
segura. Pero las sonrisas de Jacques Chirac y Gerhard Schröder en la cumbre
"del núcleo centroeuropeo" en Moncloa nunca borrarán la percepción de
que España fue inducida a o convencida para abandonar un
escenario de guerra dejando a sus aliados con un problema añadido en el peor
momento de crisis. Chirac y Schröder pueden hoy tener esperanzas de normalizar
sus relaciones con Washington. Para el Gobierno español se antoja el asunto
mucho más complicado. Y nuestros dos entusiastas aliados y ayer invitados
tienen escaso margen para agradecer los gestos madrileños. Tienen otras
preocupaciones serias y muy propias. Y la pieza la dan por ganada como otros la
dan por pescada.
La aparente solución a estos problemas transatlánticos es
hoy al parecer el entusiasmo incondicional por el candidato demócrata a las
elecciones norteamericanas, Kerry. Leyendo, viendo y oyendo a los medios de
comunicación españoles da la impresión de que el señor Kerry es una especie de
Willy Brandt con fortuna personal. Pues no. Las fobias son malas consejeras,
también en la política, aunque en ocasiones resulten efectivas a corto plazo.
La ridiculización y la demonización de Bush son fáciles porque el personaje
aporta todos los elementos necesarios. Pero la vida es muy complicada. Y la
vida política norteamericana hoy más, aunque el desprecio y la arrogancia
europea impidan que aquí se vea y sepa. El candidato Kerry es meramente la
opción anti-Bush. Y es una opción que tiene muchísimas más probabilidades de
perder que de ganar. No porque el muy desagradable personaje George W. Bush
vaya a conquistar más sentimientos, esperanzas y convicciones de los
norteamericanos después de todos los desastres habidos, de sus mentiras, medias
verdades y siniestras conexiones con los gremios más rapaces de la sociedad que
gobierna, sino porque Kerry no parece ilusionar realmente ni a los peores
enemigos del actual inquilino de la Casa Blanca.
Si no cambian mucho las cosas, Bush será, rompiendo la
tradición familiar, un presidente de dos mandatos. Y quienes en Europa están
haciendo campaña contra él y a favor de un contrincante manifiestamente débil,
están cometiendo errores que se deben tanto a una animadversión cuasi infantil
como precisamente a esa sobredosis de ideología que le adjudican al objeto de
su odio. Y que se volverán contra los intereses de la sociedad que los ha
elegido. Cada manifestación encabezada por Michael Moore es un festín de votos
para Bush. Cada festín arrogante y excéntrico como los organizados en Nueva
York durante la Convención Republicana es un revés para Kerry. Quienes ven en
España la película Fahrenheit 9/11 no votan allí, pero algún político
carpetovetónico aún no se ha dado cuenta. Hay que viajar un poco más para ver
con cierta exactitud y lucidez las dimensiones y el calado de las cosas.
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