El País Martes,
05.04.05
EL FIN DE UN PAPADO | EL LEGADO DE WOJTYLA
Habría sido perfectamente absurdo que, cuando el mundo se
halla conmocionado por la desaparición de un hombre irrepetible que cambió la
historia e hizo mejores y más libres a tantos millones de seres humanos desde
el inquebrantable postulado de la buena fe, hubiera tenido algún eco la muerte
casi simultánea de Josefine Hawelka, la irrepetible Pepi, dueña y
alma del Café Hawelka, en la Dorotheagasse, a cuatro pasos de la catedral de
San Esteban, templo de la lectura gratuita de prensa, de la escritura más o
menos diletante y durante décadas el zulo de algunas de las más
mordaces tertulias vienesas. Se ha muerto el Papa, y Pepi Hawelka, que seguro
que estaba avisada, le ha precedido en unos días en el corto pasito al más
allá. No hay que ser agorero para saber que su marido, Leopold, no la
sobrevivirá mucho tiempo. Poldi padece una demencia senil que vuelve
literalmente locos a todos los camareros porque el octogenario se niega a
quedarse en casa y multiplica el caos de aquella guarida abigarrada de lectores
reflexivos, polemistas caóticos y turistas no bien vistos por los asiduos. El
Hawelka siempre fue más sociable que el vecino Bräunerhof. Mientras el escultor
mágico Alfred Hrdlicka debatía hasta con desconocidos -y por supuesto con Pepi
Hawelka- sobre aromas de Armagnac, de aguardiente de albaricoque
(Marillenbrant) o sobre la existencia de Dios, Elias Canetti disertaba con amigos
sobre Sefarad o las últimas gamberradas retóricas de Bruno Kreisky y el genial
cabaretista Helmut Qualtinger se bebía hasta las copas de sus amigos, en el
Bräunerhof, Thomas Bernhardt leía gratis y siempre solo los periódicos de medio
orbe, incluido EL PAÍS, y tenía perfectamente instruidos a los camareros para
abortar por cualquier medio y con la necesaria contundencia todo intento de
aproximación de pelmazos que, para Bernhard, eran prácticamente la totalidad
de la especie humana.
Pepi era, nadie lo dude, una buena persona. Como Leopold
sigue siéndolo en este su último tramo en el que cree moverse por ese café que
ha sido el escenario de su vida durante seis décadas y, sin embargo, ya está en
otra parte. Pero la normalidad y la belleza tienen aquí, como en tantas otras
ocasiones, trampa. Porque antes de ser el Hawelka de los Hawelka era el
orgulloso establecimiento de un judío que desapareció, allá pocas semanas
después del Anschluss de marzo de 1938, la anexión de Austria al Tercer Reich.
Y Pepi y Poldi pujaron en la subasta del proceso de "arización"
emprendido entonces, cuando los judíos son desposeídos de sus propiedades, en
lo que fue su primer paso hacia Auschwitz. Pepi y Poldi no mandaron a nadie al
campo de exterminio y jamás habrían aprobado que al anterior dueño de su café y
a su familia les dieran una ducha con gas Zyklon B y después los convirtieran en
humo y cenizas con las que jugaba el viento por los campos helados de Oswiecim.
Pepi me ha servido miles de cafés y de aguardientes de pera, el mejor de la
casa. Pero nunca la oí hablar del pasado sino como "la normalidad".
Siempre con la buena conciencia de la normalidad.
La normalidad es el anhelo continuo de quienes no quieren
verse importunados. En el caso de Bernhard la distorsionaban los humanos en
general. En el de Pepi era aquel judío desconocido cuyo café
"heredó". Aquí, en el País Vasco, el 17 de abril se augura también el
triunfo de la normalidad, del buen comer y cocinar y del espíritu
"jatorra". Las víctimas no pueden arrogarse el derecho a condicionar
la vida de quienes no lo son. El crispar no tiene sentido porque la mayoría
exige normalidad. Sólo revela mal carácter. Ahora las verdades fluctúan. Con
ellas los principios. Pepi nació en el Imperio, malvivió en la república y el
austro-fascismo, se entusiasmó con el nazismo, convivió con el Ejército
soviético ocupante y fue musa diligente de espíritus exquisitos de la Viena
renacida. Todo era para ella normal. Ha muerto al mismo tiempo que un hombre,
Juan Pablo II, que sabía indignarse y para el que la simulación de la
normalidad era una perfidia. Ambos eran buenas personas. Pero creo que debiera
advertirse cierta diferencia.
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