El País Martes,
13.04.04
COLUMNA
Dicen los vieneses que su cementerio central tiene la mitad
de la superficie de Zúrich pero es el doble de divertido que la ciudad
germanosuiza. Con todo respeto al protestantismo. Pocos camposantos europeos
atraen a tantos paseantes, parejas, turistas y grupos de escolares a quienes la
muerte y el luto aún pilla en principio muy lejos y que jamás pisarían ociosos
un cementerio en otra ciudad. A veces la diversión ha llegado a ser cinegética
en batidas para cazar a los ciervos que se comían las flores de las tumbas y
panteones. Y no son infrecuentes los conciertos de cuerda ni las
improvisaciones del jazz.
Cierto que están allí enterradas glorias sin las que Europa
no se entendería, como Ludwig van Beethoven y Johannes Brahms, todos los
Strauss y Franz Schubert. Allí están las tumbas de Arthur Schnitzler y Arnold
Schoenberg, de Antonio Salieri y de Franz Werfel, de Friedrich Torberg y tantos
otros. También es uno de los cementerios judíos más emocionantes del mundo con
una infinidad de historias familiares y personales a adivinar a través de
nombres, fechas, lugares, dedicatorias y homenajes.
Pero en estas fechas en las que vamos a dar un salto tan
osado e imprevisible en sus resultados como la integración de diez países en la
Unión Europea -el mayor y mejor proyecto histórico jamás concebido por la
voluntad política-, el cementerio de Viena nos ofrece un testimonio muy
especial de lo que nos debemos los unos a los otros cuando tantos claman hoy
por sus derechos adquiridos o sus privilegios. En estos tiempos de zozobra en
los que tan humanamente comprensible es la tentación de intentar eludir
problemas que se creen de otros y de buscar seguridades a costa de ignorar la
suerte ajena, en ese inmenso jardín que es el Zentralfriedhof, desfilan por las
lápidas los nombres de gentes llegadas hasta aquí de todos los rincones de los
países que el día 1 de mayo habrán de ser nuestros socios, recordándonos que ya
lo fueron y también que no dejaron de serlo en su día por voluntad propia.
Reposan muy cerca de donde se abrió la inmensa herida de la guerra civil
europea en 1914 y ahora intentamos cerrar, en tiempos otra vez de violencia.
Condes húngaros y judíos de Letonia o Rutenia, músicos moravos y estudiosos
alemanes, comerciantes eslovacos y gentiles polacos, militares austriacos
muertos en Kumanovo en Macedonia, socialdemócratas con apellidos de toda
Centroeuropa, Bruno Kreisky entre ellos, hacen recordar todos los errores de
dejación de principios y voluntad de defensa común que llevaron a morir y matar
a millones de europeos, incapaces de encontrar entre ellos una existencia
fundada en la cooperación y la comprensión mutua.
El día 1 de mayo este cementerio quedará muy lejos, de
repente, de la "frontera oriental de Europa". Ésta se aleja mucho,
hasta lugares en los que nacieron tantos de los que aquí yacen. La ampliación
de la Unión Europea -y las que habrá que hacer para integrar a quienes aún
quedan fuera, en nuestros patios traseros de los Balcanes, por ejemplo- es un
acto de justicia también para todos estos muertos, pero sobre todo para unas
sociedades vivas que han sufrido inmensamente con los duelos entre europeos
durante todo el siglo XX. Los problemas que nos esperan son inmensos, quién
sabe si superables en este mundo en el que volvemos a enfrentarnos a amenazas
no menores que las que nos convirtieron a todo el continente en un inmenso
cementerio. Pero precisamente la memoria del terror genuinamente europeo que
desplegamos y sufrimos aquí debería hacernos conscientes de que el proyecto que
ha sido un éxito insólito en la historia en la parte occidental ha de llegar a
serlo para el todo. Porque la alternativa sería una nueva disgregación, el
trágico ¡sálvese quien pueda! y nuestra conversión en fáciles presas para
quienes odian todo lo que amamos, para quienes con gusto profanarían la tumba
de Beethoven.
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