El País Martes,
20.04.04
LA EUROPA DE LOS 25
Todos, individuos, pueblos y Estados, sabemos lo difícil que
resulta recordar errores propios en momentos de éxito y gratificación. Es fácil
excusarlos, minimizarlos o negarlos por completo. Sin embargo, las realidades
tercas del pasado y del presente suelen vengarse cuando no se les hace el honor
requerido. Los diez países que desde el próximo 1 de mayo serán miembros de la
Unión Europea tienen muchos motivos para la satisfacción aunque la dureza de la
vida cotidiana impida a muchos de sus ciudadanos percibirlos. Ingresan como
miembros de pleno derecho en el club de Estados nacionales que ha logrado las
mayores cotas de democracia, bienestar y prosperidad, cultura de la tolerancia
y compasión jamás alcanzadas en la historia. Todo este éxito sin precedentes se
debe a una idea original que se puede sintetizar en el simple lema de "no
cometamos nunca más los errores -atroces- del pasado". Todos los 15 miembros
actuales han tenido enormes dificultades para adoptarlo. Unos más que otros.
Pero la voluntad política de hacerlo ha sido un requisito inexcusable para
construir esos cimientos de complicidad en la buena voluntad sin los cuales el
proyecto de la UE es inexplicable. Los diez nuevos miembros entran en
diferentes fases de evolución en lo que se refiere al proceso de formación
democrática que es la reflexión honesta sobre el pasado, esa introspección sin
la cual los errores o crímenes de antaño generan inevitablemente otros nuevos.
Todos tienen, como no podía ser menos, numerosos cadáveres en el armario.
Es preocupante que el Parlamento checo insista en proclamar
una ley que declara héroe nacional a Edvard Benes, un hombre con muchos méritos
pero que firmó los decretos que legitimaban la limpieza étnica contra sus
conciudadanos alemanes en 1945. Como lo es que el Gobierno letón promueva leyes
que despojan a decenas de miles de ciudadanos de etnia rusa de sus derechos o
que el esloveno se niegue, con apoyo del Parlamento, a restituir los suyos a
población propia de otras etnias ex yugoslavas. Es grave que ninguno de los
tres Estados bálticos haya hecho un solemne acto de reconocimiento de la
responsabilidad de gran parte de sus ciudadanos en el exterminio de la población
judía que tan destacado y fecundo papel jugó en sus sociedades hasta la
ocupación nazi alemana.
En Budapest, el jueves se inauguró un Museo del Holocausto
en la Gran Sinagoga, en recuerdo de los más de 700.000 judíos húngaros
asesinados en los campos de exterminio. Es un buen ejemplo después de los
dislates del anterior Gobierno nacionalista de Fidesz, que inauguraba
monumentos a la Gendarmería magiar, cómplice de los Flechas Cruzadas en los
asesinatos en masa de judíos en 1944. Y que, por cierto, hoy sigue sembrando
ponzoña etnicista en la Transilvania rumana de la mano de ese Xirinachs de
Timisoara que es el obispo Laszlo Tökes. En Polonia ha habido un debate
nacional sobre la culpa propia en la desaparición de una población judía que
era millonaria en 1939. Pero tanta honestidad contrasta con la subida en los
sondeos de Samoobrona (autodefensa), un partido populista antieuropeo y, no
podía ser menos, antisemita. En Eslovaquia, mientras, los dos finalistas en las
elecciones presidenciales eran dos nacionalistas oscurantistas y, aunque ganó
el sábado el menos malo, Ivan Gasparovic, frente al inefable Vladimir
Meciar, el ambiente fuera de Bratislava no es precisamente ilustrado. En
Kosice, cerca de la frontera con Ucrania, jóvenes ultracatólicos y viejos funcionarios
comunistas coinciden en que el cierre de las fábricas de este emporio
industrial estalinista es culpa de "la UE, de los cosmopolitas y los
judíos".
Tardarán sin duda en limpiarse las alcantarillas del
pensamiento europeo. Si no vuelven a llenarse de detritus nacionalista.
Pero cabe exigir un mayor esfuerzo oficial al respecto. A los nuevos miembros
del club. Y a los viejos.
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