El País Martes,
15.03.05
COLUMNA
Allá por finales de los años ochenta, en el hotel Moskva de
Belgrado -donde Leon Trotski escribió gran parte de sus célebres crónicas sobre
las guerras balcánicas de principios del siglo XX- reflexionaba Momchilo, un
amigo nacionalista serbio ya muerto, sobre el individuo y su relación con la
historia y promulgaba, como romántico propio de zonas salvajes, que nadie es
nada sin su marco épico. Si Schiller en Los ladrones define las almas
nacionales de rusos, franceses y alemanes -los rusos tienen profundidad pero
carecen de formato; los franceses tienen formato pero no profundidad y sólo los
alemanes tenemos ambos- y por supuesto lanza una apuesta rotunda por los suyos,
Momchilo, viejo partisano yugoslavo, creía también en que cierta gente tiene
una responsabilidad histórica que nada tiene que ver con los cargos sino con la
emoción y la percepción de su papel, que no puede limitarse a la supervivencia,
al ventajismo o al triunfo social. Lo que incluía, decía, el matar y ser
muerto. Lo suyo era, como lo era en Schiller o Heine, un sentido de
trascendencia que tantas veces ha llevado al error, al fanatismo y al crimen
desde el concepto del honor, como nos muestra de forma terrible la historia del
siglo XX, pero que también en tantas otras ha conferido especial dignidad a
individuos por su relación y defensa de determinados conceptos de vida. Milovan
Djilas, aquel gran hombre que no vivía lejos del Moskva en Belgrado, describía
un poco antes de su muerte la terrible determinación que tuvo al disparar a
unos campesinos acusados de colaboracionistas cuando era mano derecha del Tito
partisano durante la guerra.
No recuerdo si de la conversación con Momchilo eran testigos
Francisco Eguiagaray, ya también al otro lado del espejo, Arturo Pérez Reverte,
perfectamente situado en este lado y experto en vivir con sabiduría, o Misha
Glenny, entonces en la BBC, el corresponsal más apasionado de la prensa
británica desde que murieron los grandes mitos del compromiso con la historia.
Sí sé que algunos mirábamos a este viejo empleado del legendario hotel Moskva
con interés e inquietud porque intuíamos que nos estaba dando claves sobre la
relojería interna del alma de un continente siempre experto en consumirse pero
cada vez menos capaz de autoauscultarse. Supongo que fue Geoffrey Cox,
corresponsal del Daily Telegraph, viajando en tren hacia Centroeuropa
vía París para cubrir la inmensa miseria del apaciguamiento de Hitler en Múnich
en 1938, que habla en su libro Countdown to War del equilibrio
necesario entre la razón práctica y la práctica del honor para defender, desde
cualquier posición y condición, la vida que merece ser vivida. Cox viajaba a
Múnich cuando Joseph Roth se consumía como pura metáfora de tiempos pasados en
París. Y Stefan Zweig se aprestaba a su último viaje hacia un exilio en país
tan extraño que no pudo soportarlo. El individuo frente a la historia no tiene
el mismo dilema si es Zweig y Roth o Mengele y Eichmann.
Los procesos de Núremberg demostraron la incapacidad de los
peores miserables y asesinos para asumir su responsabilidad en la terrible
tragedia de la II Guerra Mundial y el Holocausto. Todo fueron autoexculpaciones
y, como muy tarde en la década de los setenta, con el juicio de Düsseldorf y
otros contra los criminales de Auschwitz y Treblinka, quedó meridianamente
claro que los peores son los peores para todo y que los conceptos del honor y
la responsabilidad ante la historia y los hombres son perfectamente maleables
por quienes han sido tantas veces adalides de los mismos.
Hoy los Balcanes están siendo secuestrados por gentes de
esta catadura, que condenan a millones de compatriotas a ser rehenes de por
vida de sus propios crímenes. Radovan Karadzic, Ratko Mladic, Ante Gotovina y
muchos otros están torpedeando el proceso necesario para sacar a aquella región
del pozo negro de la historia. Nada indica que alguno de ellos vaya a ser lo
suficientemente patriota como para entregarse al tribunal de La Haya. Con ellos
libres no hay cauterización. El anciano Momchilo habría sido más digno en su
encuentro con la responsabilidad como individuo ante la historia.
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