El País Martes,
23.03.04
COLUMNA
¡Por Dios! ¿Cómo puede ser que el Kadish al que oramos se
vuelva nuestro enemigo y nos quiera aniquilar? ¿Nos equivocó buscando el mal?
¿Cómo poder comprender que nuestra vida en común milenaria, nuestra suerte
conjunta nos juegue otra traca de truenos, tragedias y muerte, cuando queríamos
ser tan sólo un pueblo más, otro, uno muy normal, siempre elegido por nuestro
dios, seguro, pero adaptado como todos al buen esfuerzo de hacer felices a
nuestros miembros en esta travesía entre la nada nonata y nuestra muerte
enhiesta y digna?
Nuestros grandes líderes, galopantes ellos en la arrogancia
infinita, han decidido saber y querer matar desde la fuerza para arrogarse el
mérito de salvarnos. Ayer mataron al amanecer a un clérigo decrépito y
detestable, rezumante de odio él, y sin embargo nos lo convirtieron, ellos, los
grandes salvapatrias, en santo para siempre. Mis niños palestinos de Hebrón y
Nazareth adorarán mientras vivan y en todo caso cuando mueran -deseándolo
están- a este hombre imperfecto y odioso, a este miserable sabio del horror,
cuya decrepitud era una monstruosa prolongación de sus obsesiones de muerte.
Hasta aquí mi homenaje a un hombre al que siempre desprecié.
Porque jamás supo querer a quien no fuera prolongación propia de angustias y
esperanzas. Yassin, el jeque venerado, era un monstruo perfecto en esa
monstruosidad que generan la miseria, la angustia y la desesperación. Ese
"preferimos la muerte a la vida" es todo un acto de fe de quienes
desprecian la vida porque sólo la conocen bajo un manto de tinieblas.
¿Miserables como vosotros, los desprendidos de la vida porque ninguna os es
mejor que la muerte más infame, sois los que nos habéis arrebatado la vida de
jóvenes repletos de amor a su propia existencia y a la de sus semejantes en
Madrid hace unos días? Vosotros, los que se consideran maltratados por el cielo
y la historia y jamás habéis tenido el mínimo coraje para conquistar un mínimo
de vida con compasión para lanzar a vuestros hijos por la senda del desafío sin
rencor, de la aventura que construye humanidad y no se venga de sus propias
impotencias. ¿Sois vosotros los que clamáis venganza o, aun más, justicia?
Vosotros sois, recéis cuanto recéis, lloréis cuanto lloréis,
plañideras totales de vuestro fracaso, unos tristes seres que sólo saben
generar dolor para recordarnos un lamento propio que en gran parte es un mérito
vuestro, ganado a pulso. Sois vosotros los únicos que nos destrozáis en nuestras
vidas, que, por todo lo demás, podían ser libres. Incluso gozosas y felices.
Aquí se topan nuestras buenas figuras de la Torah, las
pesadillas de Isaiah Bashevis Singer y del Corán, de la Biblia y de los
céntricos mensajes del Pentágono. Pero más allá de las promesas hipócritas de
evangelistas y adventistas, están aquellas frases que nos aseguraban que con la
apuesta de Irak estaba la imposición real, de una solución en Oriente Próximo.
Nos lo dijeron y no ha sido así, pero así las reclamamos. Esta promesa, la
única veraz, tiene dos patas, sólo dos. Adiós asentamientos y adiós derecho de
retorno de palestinos a Israel. Todo lo que no pase por ahí es una necia y
terca tergiversación de la posibilidad de paz que prolonga el sufrimiento
indefinidamente.
El primer ministro israelí, Ariel Sharon, cree poder tratar
a su mundo con su gesto permanente de sangre. Los europeos, también los
norteamericanos, tenemos que dejar claro a Sharon que somos nosotros los que
estamos prestando el mayor tributo de sangre a la paz de Oriente Próximo.
Españoles, alemanes, norteamericanos y gentes de todo el mundo hemos muerto por
un conflicto que conmueve nuestras voluntades pero en el que sabemos que gentes
como Sharon, con iniciativas como la de ayer en Gaza, no sólo no ayudan a los
nuestros, sino que buscan nuestro dolor, sufrimiento y muerte. Siempre quisimos
que esos pueblos convivieran en un rincón creado, como redención, de la muerte
en Europa. Pero nunca podremos favorecer el suicidio de un país, nuestro, que
por odio se va a dejar echar al mar. A la muerte que provoca. Al Mediterráneo.
Policías israelíes, en choques con palestinos ayer en
Jerusalén. AP
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