El País Martes,
08.03.05
COLUMNA
Un brillante diplomático austriaco de entreguerras, excelso
premio en su promoción del Theresianum de Viena, humanista cultísimo, contaba
hace ya muchos años que décadas antes, allá por 1938, se había dado cuenta de
su terrible corresponsabilidad en el acceso al poder de la peste parda nazi
cuando vio a unos personajillos, que en circunstancias normales no habrían sido
sino pequeños delincuentes, entrar en la casa patricia de un gran hombre de
letras y espíritu, no lejos de la Ringstrasse. Con sus uniformes de la SA, se
bebieron los licores de la casa, sacaron con desprecio innumerables libros de
las bellas estanterías, los tiraron y pisotearon sobre las alfombras y
plantaron sus botas sobre los magníficos tapices de los sofás, exclamando todos
más o menos al unísono algo así como que "por fin hemos llegado a pisarles
la seda a los señores". Sebastian Haffner y Viktor Klemperer son dos
testigos de excepción de esta conducta social de la jactancia totalitaria
perfectamente explicable que convierte al delincuente triunfador en amo de
joyas que no conoce ni aprecia y que sólo identifica para despreciarlas desde
la soberbia ignorante. El triunfador, con sus deseos claros y el sentido de
poder implacable, arrasa al dueño inane, lector dubitativo y hombre de cultura
que, perplejo ante la rotundidad de estas manifestaciones violentas de la vida
y ante la gloriosa falta de matices de los avasalladores, no hace sino pedir
perdón. El portero, que había abierto la puerta a la banda de nazis
uniformados, gesticulaba junto a la puerta intentando transmitir a los
atropellados en su propio hogar que desaprobaba conductas tan bárbaras que el
acababa de permitir. El portero es, ya lo sabemos, el chivato y el mediador.
Pero el diplomático no era inocente porque había dejado que la basura cuajara.
Los ciclos históricos son un misterio que no se anuncia y
cuando nos creemos que hemos dado el salto al respeto general entre los individuos,
de repente, entra el portero con cara atribulada y nos mete en casa a la banda
de camisas pardas. Nos está pasando y lo cierto es que no lo estamos viendo, al
menos con la claridad que haría posible el movimiento reflejo. Pilar Bonet nos
lo contaba ayer desde Turín, donde coincidió con ese viejo inteligentísimo que
es Alexandr Yakovlev. "El pasado continúa aterrorizando nuestra vida
hoy", dice el anciano zorro, una de esas grandes excepciones en la
selección negativa del régimen soviético que no hacía sino dar poder a los más
mediocres y a los que menos escrúpulos tuvieran. Yakovlev, un hombre que ha
hecho historia y fue coautor con el mucho más gris Mijail Gorbachov de la
dinamitación de las dictaduras soviéticas. Sabe muy bien lo que sucede en Rusia
y en todos los países en los que la oposición puede ser liquidada,
criminalizada o marginada con ese terrible mecanismo del pensamiento débil que
tiene, paradójicamente, una vocación totalitaria y un inmenso éxito de consumo
rápido.
En Rusia, no sólo allí, existe hoy una mayoría social
perfectamente moldeable para una política como la de Vladímir Putin, que usa la
palanca de la opinión pública cautiva contra toda minoría que disienta. El que
no muestre de forma fehaciente su docilidad y lealtad al pensamiento nacional o
general es tachado de fascista, checheno o corrupto y queda laminado para
cualquier aspiración política o proyección social. Como si de encuentros
monstruosos con el poder de Mijail Bulgakov u Ossip Mandelstam se tratara, pero
con la totalidad sofisticada que el mundo mediático actual garantiza, aquellos
que disienten son literalmente fumigados con la liquidación de su honor, su
prestigio social, su hacienda y sus esperanzas. Siempre, insisto, con la
benevolencia o el aplauso de unas mayorías sociales que saben muy bien que, al
no haber alternativa ni opción distinta posible, su desafío al poder solo puede
tener consecuencias nefastas, sociales, económicas y vitales. Y la historia
sirve ante todo como ese perfecto generador del rencor necesario para que la
mayoría social se sienta reconfortada en una revancha contra las minorías que
disienten y que el poder identifica. Es la miseria del sofá de Viena que nos
acompañó el pasado siglo y que ahora retorna implacable, el resentimiento.
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