El País Martes,
25.05.04
LA POSGUERRA DE IRAK
Indignación han producido en algunos israelíes y, por
supuesto, en muchos puristas de la cómoda diáspora que nada menos que
Yosef Tommy Lapid, ministro de Justicia del Gobierno de Israel y
único miembro del Gabinete superviviente del Holocausto, comparara el dolor de
una madre en Gaza, en estos últimos días de pesadilla en Rafah, con el que
recordaba de la suya, a la que los nazis arrebataron su casa, su pasado y su
sustento y logró salvarse por muy poco del exterminio general en los campos de
las altas chimeneas. Le acusan de traicionar a las víctimas del Holocausto y
haber hecho paralelismos entre seis millones de muertos y los cuarenta muertos
de esta semana. Tristes son los ataques a Lapid porque califican a quienes los
hacen, rezuman falta de compasión y demuestran haber hecho la peor opción moral
posible que es la de no distinguir entre víctima y verdugo. Los verdugos nunca
son comparables entre sí. Siempre falla algo. Pocos hoy dudarán de que Hitler y
Stalin fueron genocidas y, sin embargo, hay que simplificar mucho para
equipararlos, para no distinguir entre la demencial pero sofisticada ingeniería
social del crimen industrializado y la brutalidad artera caucásica. ¿Pol Pot un
poquito peor que Castro, pero quizás algo mejor que Pinochet y en todo caso más
educado que Idi Amín? Realmente son comparaciones difíciles de soportar
intelectualmente.
Pero las víctimas sí pueden compararse siempre porque además
suelen ser desde el instante en que se les impone tal condición, muy parecidas
cuando no iguales. En su dolor, su desesperación y su angustia. Lapid equiparó
el dolor de las víctimas con la misma lógica compasiva con que los prisioneros
iraquíes muertos a manos de unas bandas encanalladas de soldados y mercenarios
norteamericanos pueden compararse a cualquier víctima de la Gestapo durante los
12 años del Tercer Reich o a los torturados en la Liubianka o cualquier CK
soviética. Esto no tiene nada que ver con los grotescos lemas que comparan a
Bush con Hitler, a Sharon con Mussolini y a Aznar con Franco, recurso infame y
mentiroso que parece gozar de nueva popularidad entre nuestra chavalería.
Las víctimas se pueden asociar siempre, independientemente
de su procedencia. Las parejas jóvenes engullidas por la Escuela Mecánica de la
Armada argentina han de ser en nuestra memoria pero también objetivamente, en
sus últimos momentos, plenamente identificables con Javier Ibarra y Bergé que
murió con las piernas podridas en el agua del zulo donde ETA lo
mantenía. O con su hijo Cosme que no pudo soportar el dolor del tormento que
literalmente heredó de las horas finales de su padre y decidió poner fin al
mismo por su cuenta. La mujer palestina que lloraba en Rafah hace unos días
evocó al ministro Lapid los llantos desencajados de su madre judía hace más de
sesenta años que son los mismos de la madre de Joseba Pagazaurtundúa y las
lágrimas de las madres iraquíes, norteamericanas y británicas y de las
españolas de nuestros soldados y miembros del Centro Nacional de Inteligencia.
Las madres de los muertos, símbolo de la víctima desde tiempo inmemorial y
precristiano, tienen que "poner el grito en el cielo" ante la mayor
tragedia que un ser humano puede sufrir. Y su grito lo guía siempre, en
cualquier lengua, una extraña melodía, en lo que se convierte en un coro
espontáneo de víctimas que durante la primera guerra mundial, la Gran Guerra,
se decía que podía oírse en Francia y Alemania, en Austro-Hungría e Italia, de
un pueblo a otro y a veces cruzando las trincheras y alambradas.
Quienes no pueden asociarse nunca son los verdugos que
cuando dejan de serlo en impunidad huyen en desbandada intercambiando
acusaciones. En la cadena de mando del Ejército norteamericano en Irak se
demuestra ahora de forma tan eficaz y demostrativa como sucedería si los
artilleros del carro de combate israelí que disparó el viernes contra una
manifestación en Rafah matando a mujeres y niños tuviera que comparecer ante un
tribunal internacional y como sucedió entre aquella banda de cobardes que
compareció en Núremberg y en juicios posteriores. Sólo tenían en común las
ansias de culpar al cómplice. Pero tampoco hay asociación posible entre todo
ese ejército de opinión pública carente de compasión, que sólo ve pena en las
lágrimas de la madre propia y ninguna en todas las demás, compañeras del coro.
Lapid, que sabe de dolor, ha visto al coro, recordado a la madre y sentido
compasión. Es, frente a tanta comparación odiosa, una que le confiere dignidad
y le eleva sobre la mugre moral de la prepotencia de Sharon, las trampas
criminales de Arafat y el páramo infinito de indigencia política del presidente
George W. Bush.
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