El País Martes,
30.11.04
COLUMNA
La Krajina en los Balcanes tuvo a principios de la década de
los noventa sus momentos de gloria negra gracias a la facilidad para matar y
morir de que hacían gala sus habitantes. Fue esta franja irregular que se
extiende desde la costa dálmata, por Knin, atravesando Bosnia hasta el Danubio
en Vukovar (¿recuerdan los nombres?). Fue cuna de gran parte de los criminales
de guerra serbios y croatas y escenario de algunas de las mayores matanzas de
aquella guerra. El término "Krajina", equivale al "limes"
latino, es "la frontera" y daba nombre a la región fronteriza entre
el Imperio Habsburgo y el Otomano. Viena reclutaba a serbios del sur para que
habitaran y defendieran aquellas tierras de incursiones turcas. Cuando el
Imperio otomano se hundió, estos serbios rompieron sus lazos con Centroeuropa y
se unieron a la Gran Serbia que fue la Yugoslavia monárquica. En la II Guerra
Mundial, la Krajina se convirtió en un inmenso matadero en el que ustachas
croatas, cetniks serbios, las SS nazis y los partisanos competían en
atrocidades. Tras romperse la Yugoslavia comunista en 1991, estos serbios,
instigados por Milosevic, se levantaron en armas. Así comenzó la guerra de los
Balcanes.
Viajemos ahora un poco hacia las estepas orientales por
encima de la Pannonia húngara y los Cárpatos rumanos hasta Ucrania (U Krajina),
que, como su nombre indica fue la región fronteriza occidental del imperio
medieval ruso cuya capital era Kiev. Allí, como en la Krajina, quebró el
imperio global cristiano con la ruptura entre Roma y Bizancio. Al oeste del
limes ucranio, lituanos, polacos y austriacos, bajo la iglesia occidental,
pasaron por las luchas y contradicciones que llevaron a Europa a la Ilustración.
Al este, en los Balcanes y en la panza de Rusia, la alianza de iglesia
ortodoxa, poder absoluto y feudalismo llegó intacta al siglo XX. Se trata en
realidad de una larga Krajina que hace un arco desde Dubrovnik por la
Vojvodina, Transilvania y Bukovina, parte en dos a Ucrania y Bielorrusia y por
las fronteras orientales de los países bálticos llega a Narva, en el Mar de
Finlandia.
Hoy, tras fracasar el obsceno pucherazo electoral organizado
en Ucrania por la santa alianza de mafia y checa -la misma que dirige en Moscú
el celebrado Vladímir Putin- la frontera cultural ha entrado en ebullición. Y
al igual que hizo Milosevic con el panserbismo en Croacia, el panrusismo llama
a la secesión del sureste para combatir la victoria en las urnas de los nuevos sicarios
de Occidente, antes los fieles a la Iglesia Uniata -católicos de rito
oriental-, hoy los demócratas que no quieren sumirse en el pozo del neozarismo
de Putin. La secesión arrebataría a Ucrania la industria y los recursos
naturales además de su salida al Mar Negro con Crimea. Sería por tanto un
claro casus belli. Sólo Putin puede evitarlo y habrá que convencerle. La
historia de Ucrania se diferencia de la de Krajina por las dimensiones de sus
matanzas. Nacionalistas, cosacos, bolcheviques y alemanes mataron allí con
igual crueldad pero más que croatas, serbios y alemanes en los Balcanes. Aunque
sólo fuera por mayor disponibilidad de víctimas. Otra diferencia radica en el
mentor de la posible secesión y catástrofe. En la Krajina era un satrapilla
balcánico. Ahora es Putin. No es lo mismo.
Una Ucrania democrática es un peligro para Putin. Las
sinergias entre rusos a ambos lados de la frontera que utiliza para la
injerencia podrían servir para reavivar las esperanzas en Rusia de una
población hundida en la resignación y el fatalismo. Por ello conviene que la UE
y EE UU despierten del sueño de armonía que les ha impedido ver la naturaleza
del régimen de Putin. Hablen con Moscú, con cordialidad pero dejando claro que
se acabaron los tiempos de dictar la voluntad al vecino. EE UU y UE
intervinieron con eficacia ante la burla electoral. Ahora han de dejar claro
que se acabó la era del entreguismo, ese talante con el que algunos se dedican
a apaciguar a los enemigos entregándoles lo que no es patrimonio ni del chantajista
ni del débil entreguista.
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