El País Miércoles,
04.08.04
COLUMNA
"Pensamos en la opinión mundial que se creará si los
antinazis en Varsovia son abandonados a su suerte. Tenemos la convicción de que
los tres tenemos que hacer todo lo posible para salvar a todos los patriotas
que sea posible. Esperamos que suministre usted de inmediato suministros y
munición a los patriotas polacos en Varsovia o que acepte que sean nuestros
aviones los que lo hagan con urgencia. El elemento tiempo es de extrema
importancia". En estos términos se dirigían el 20 de agosto de 1944 el
primer ministro británico, Winston Churchill, y el presidente norteamericano
Roosevelt al líder soviético, Josef Stalin, cuyas tropas llevaban ya varias
semanas observando impasibles desde la inmediatez cómo las tropas alemanas
reprimían la insurrección popular de Varsovia, una de las mayores gestas de
dignidad y valentía del siglo XX. Más de 50.000 polacos portando poco más que
armas ligeras, apoyados por centenares de miles de conciudadanos, se habían
levantado el día 1 de agosto contra una ocupación alemana que en cinco años
había causado millones de muertos. Respuesta de Stalin a Churchill del 22 de
agosto: "Antes o después se sabrá la verdad del grupo de criminales que se
han embarcado en la aventura de Varsovia para hacerse con el poder". El 5
de septiembre, en torno a 150.000 muertos después, con Varsovia convertida en
un inmenso mar de escombros, Roosevelt telegrafiaba a Churchill para
anunciarle: "Los alemanes vuelven a tener el control total de
Varsovia". Cinco días más y, después de semanas ociosos observando desde
la ribera oriental del Vístula cómo los polacos eran masacrados, el Ejército
Rojo reanuda su ataque contra los alemanes y poco después tomaba una Varsovia
que como ciudad prácticamente no existía e imponía su Gobierno títere. Los
polacos, el pueblo que con los británicos más fieramente había luchado por su
libertad y dignidad contra la barbarie parda, pasaban directamente a ser
vasallos de la barbarie roja.
Recordando la insurrección de Varsovia y su desarrollo,
parece mentira que aún haya gente en la parte bienaventurada de Europa en el
siglo XX que no entiendan por qué los polacos son genuinamente atlantistas y
desconfíen de aventuras antiamericanas, continentales o neutralistas. O que se
indignen cuando el presidente de un país que se negó a acudir en su ayuda en
1939, que se dejó ocupar por los nazis sin lucha alguna y fue liberado por
norteamericanos y británicos -ayudados por republicanos españoles y también muchos
polacos- les niegue la palabra hoy en Europa y los descalifique como recién
llegados.
En Polonia la memoria es larga, y desde que se liberó del
segundo yugo del siglo XX -ayudando decisivamente a toda Europa central y
oriental a hacerlo- ha sabido hacer frente en público debate también a sus
propias miserias, como es el indiscutible antisemitismo que tanto ayudó allí a
fomentar la Iglesia católica. Pero sus grandezas y lecciones de dignidad, desde
la liberación de Viena por el rey Jan Sobieski en 1683 hasta el definitivo
pulso al comunismo tres siglos después, lo convierten en una autoridad moral
clave en el debate sobre el futuro de la seguridad común europea. Hay que ser
muy miserable o ignorante para disputar ese derecho moral a este país, ducho en
la interpretación de la historia como pocos. Los golpes de pecho del canciller
alemán Gerhard Schröder en Varsovia estos días están muy bien, como también los
esfuerzos de Jacques Chirac de no olvidarse de Vichy. Pero el ninguneo que
después se observa hacia este país por parte de nuestro famoso eje -que hace
unos meses, recordemos, pasaba también por Moscú y llegaba a Pekín- es difícil
de soportar, porque cabe decir que la defensa de la dignidad de Europa, en el
asedio de Viena, en la toma de Montecassino, en la batalla de Inglaterra o en
la insurrección de Varsovia, siempre la protagonizaron de una forma u otra los
polacos, por alguna razón inexplicada más tercos que otros europeos en la
defensa de dicha dignidad.
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