El País Martes,
09.11.04
COLUMNA
Fue un 9 de noviembre como hoy y casi todos sabemos dónde
estábamos entonces, hace 15 años, cuando supimos, vimos y oímos la noticia. Nos
volvería a pasar años más tarde. Casi todos sabemos dónde y con quién
compartimos las primeras imágenes de las Torres Gemelas envueltas en llamas y
desmoronándose poco después, aquel 11 de septiembre de 2001. Son dos fechas
grabadas de forma indeleble en la historia pero también en las biografías, en
la memoria y la retina de los cientos de millones de seres humanos a los que
habrían de cambiar su mundo. El 11 de septiembre de 2001 será siempre para
varias generaciones la jornada de horror inaugural de una era de inseguridad
que nadie sabe adónde nos lleva ni cuántas ni quiénes serán sus próximas
víctimas. Quienes aún ven en el 11-S una mera tragedia americana habrán de
reconocer antes o después que aquel suceso rompió las "reglas del
mundo" y puso definitivamente fin al sueño del progreso continuo y lineal
de la seguridad y el bienestar en el mundo desarrollado. El mundo del siglo XXI
ya no será como pensábamos tan solo un día antes de aquello. Cuando se cumplan
tres lustros o cinco de aquel horror de Manhattan, quizá haya ya elementos para
juzgar si la humanidad respondió con dignidad al reto o si por el contrario
sucumbió al miedo ante el ataque implacable de sus enemigos y dejó naufragar al
sistema de convivencia humana más próspero y libre jamás habido que es la
sociedad abierta occidental.
Perfectamente ignorantes de lo que el futuro no muy lejano
habría de deparar, la sociedad abierta festejaba su mayor triunfo, en el
escenario donde más había desafiado a sus enemigos en Europa, en Berlín. Aquel
día cayó el muro. El anuncio balbuceante de los locutores de la radio de
Alemania Oriental había generado en un principio estupefacción e incredulidad:
"A partir de ahora quedan abiertos todos los pasos fronterizos con Berlín
Occidental". Las emisoras occidentales añadieron pronto credibilidad a la
noticia. Los primeros en hacer uso de su nueva libertad, vecinos cercanos,
abrazaban a miembros de la hasta entonces temida policía popular
"Vopos" tan confundidos y conmovidos como ellos. Pisaban tierra de
Berlín oeste con cuidado, despacio, como queriendo grabar en sus mentes todas
las sensaciones que cada paso despertaba. Decenas y centenares de miles de
alemanes orientales llegaban en una incesante ola humana ebria de alegría al
centro de Berlín. Otro tanto ocurría al otro lado del muro, donde una inmensa
multitud cantaba y gritaba jubilosa. Desconocidos se abrazaban y bailaban, se
aplaudían unos a otros y, sobre todo, unos y otros, la multitud a ambos lados
del muro en la Puerta de Brandeburgo, lloraba. Como lloramos con ellos muchos
millones de europeos. Se recordaron las lágrimas vertidas ante este muro cuando
comenzó su construcción el 13 de agosto de 1961 y se evocaron las caras de
tantos muertos por intentar saltarlo y los millones de seres humanos que
perecieron en la larga tragedia europea de la que aquel monstruo de hormigón
era símbolo postrero. El último caído había sido Chris Geoffroy. Fue abatido
por las balas de los Vopos a cuatro pasos de la libertad el 6 de febrero.
El muro había sido construido para acabar con la masiva
huida a Occidente de los alemanes orientales hartos ya de la represión y falta
de esperanza a que estaban condenados por el régimen comunista. Era Berlín el
único hueco, la trampilla hacia la libertad que quedaba en un telón de acero ya
erigido desde el Adriático hasta el Báltico a través de Europa. Berlín oeste
ofendía a los tiranos por sus libertades y prosperidad. Stalin quiso acabar con
aquel baluarte de la democracia en el corazón del Pacto de Varsovia con un
bloqueo total. Fracasó gracias a la osada decisión norteamericana de crear un
puente aéreo para suministrar a millones de ciudadanos aislados todas sus
necesidades, desde pan a carbón. Aquello fue en 1948. En 1961, los
norteamericanos llevaron sus tanques hasta la línea divisoria para mantener un
pulso con los tanques rusos hasta que éstos se retiraron.
Si la determinación de sus defensores aliados salvó a Berlín
oeste durante 44 años como isla democrática en un mar totalitario, fue la
determinación de los luchadores por la libertad en Europa Central la que acabó
con la principal arma de la dictadura comunista que eran el miedo y la
resignación. Hecho esto, con la consistente ayuda de Juan Pablo II y Ronald
Reagan, la lucha contra la mentira fue ganando terreno durante toda una década
hasta concluir en aquella inolvidable fecha. Ahora que las sociedades libres
nos enfrentamos a un enemigo no menor, hay que recordar que sólo la firmeza nos
garantizó la conquista de unidad europea en libertad. Las concesiones o los
intentos de aplacar a quienes nos quieren destruir nos debilitan y traicionan.
Y pueden transformar aquellas lágrimas de gozo en llanto amargo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario